Tres Horas - Viaje en colectivo




Domingo 25 de mayo. La Una. Agarro la cámara y me voy. Cierro la reja de casa con dificultad, la cerradura está cada vez peor. El vecino se deshizo de su gomero, está a unos pocos metros descuartizado y tirado en la vereda. Junto una de las partes, la más linda. Vuelvo a casa, abro la reja y dejo el tronco en el pasillo de entrada. Salgo.
Camino por Heredia hasta la parada del 100. Antes, una corrida hasta Lucena al 1600, una puerta rota blanca, de madera, con círculos y flechas tallados. Le faltan detalles que completa un símbolo de Nike que aparece detrás, bordado en una tela roja. Pero tengo película blanco y negro. Tomo el 100 en Lucena y Lacarra. Me subo sin plan.
En Pellegrini e Independencia veo que ya van llegando los colectivos de la asunción presidencial. Aún no cortaron el tránsito. Pasa uno con una tela enorme que le cubre el costado con letras celestes y blancas: Hurlingham. Pienso en dónde bajarme. Tengo una foto pendiente en La Boca: el reflejo de la ventanilla de un fiat Duna sobre una pared. Lo descarto. No conozco los horarios del dueño. El 100 baja por 9 de Julio y dobla en el Rulero. Bajo en la Torre de los Ingleses. Subo por el ascensor.


Piso 6. La usina al fondo, y el río plateado. Abajo, gente que camina y sus sombras, un cantero rectangular de césped, con un solo habitante sentado. La vía y una fila de vagones amarillos paralela a la costa. El puerto y veleros.
Piso 5. La usina un poco más abajo, y más brillo. Una exposición de fotografías: en todas las fotos, siempre la misma pared y la misma puerta. Lo que cambia es el decorado: rocas, jardines, dibujos de plantas en las paredes… No entiendo muy bien de qué se trata, quizás algún lunático se dedicó a ambientar el interior de su departamento y registró los resultados. Leo quién hizo esto y cómo.
Piso 4. La usina a punto de desaparecer de la vista. Otra exposición de fotografías. Corchetes luminosos blancos y de colores sobre fondo negro. No me interesa demasiado. Tomo una fotografía de un foco que ilumina un rectángulo de vidrio en el que está pintado un par de corchetes. Los corchetes se proyectan sobre el suelo. Intento retratar a una pareja que se revuelca en el césped cuatro pisos más abajo, no consigo un buen encuadre, y finalmente se cansan, se sientan y miran la nada. Foto perdida.
Piso 3. Paso de largo, está en refacciones.


Piso 2. La usina desapareció detrás de la estación Mitre. Otra exposición: El Límite y la foto performance. Secuencias fotográficas que registran acciones de una persona. Todas en la costa atlántica.
Secuencia 1: Una mujer gorda reproduce, con sogas y estacas sobre la arena de una playa, la planta de una casa. Intenta mostrar que entre esas sogas enterradas en la arena ella “hace su vida”. Está vestida como para irse a dormir, se despereza, se tira en una cama. Entiendo recién cuando leo el cartelito.
Secuencia 2: Otra mujer enterrada en la arena junto al pasamano de una escalera. Desparramada y enterrada como si se hubiera caído por esa escalera. Recuerdo el Planeta de los simios.
Secuencia 3: Otro gordo desentierra una tijera de la arena. Mira al mar, dando la espalda a la cámara. Se corta el pelo largo. Se corta la camisa. Se corta el jean. Se corta el boxer. Su ropa y cabello quedan dispersos sobre la arena y él, parado mirando el mar, desnudo.
Secuencia 4: Junto al ascensor, una tira de contactos cuelga de pared a pared, sobre una esquina. En la tira, un tipo vestido de negro realiza intentos de entrar al mar. Uno de ellos con los ojos vendados. Entra y sale.
Antes de bajar, miro un cuaderno abierto con anotaciones. Leo desde la nota más actual, hacia atrás: Varias hechas por niños, diciendo que les gusta ver desde arriba. Adolescentes que escriben groserías: el piso seis es una verga, los otros también, no entiendo nada. Padres agradecidos de lo que el piso seis regala a los ojos de sus hijos. Casi nadie se percata de que el cuaderno es para devolver una impresión a los fotoperformers. Sólo una mujer, en la primera nota, celebra que hayan elegido la Torre para la muestra, porque es el mejor lugar, dice, para experimentar el límite entre el vacío y lo humano. Y algún que otro comentario que no recuerdo. No escribo nada y bajo. Saludo y me voy.


Cruzo corriendo la calle curva que rodea la plaza de la Torre. Casi me matan dos colectiveros. El segundo me da una lección de sentido común y arranca con bronca. Tomo el 33 hasta Aeroparque.
En el camino, la usina y el río, desde abajo. Inseguro bajarse a fotografiarla desde el llano. Bajo más adelante y entro a Aeroparque. La atmósfera viciada mezcla calefacción, café u otros jugos de las esperas largas, y erosiona la piel de la cara. Voy al baño. Evitar las esperas largas, pienso, aguardando mi turno.
Salgo y cruzo a la costanera. Hago algunas pruebas con el brillo plateado, me doy vuelta, y encuentro una familia tirando cenizas y flores amarillas al río. Flotan y no se van nunca, la corriente las mantiene cerca de sus deudos. Flotan junto a tres botellas de gaseosa de cuarto litro. La más compenetrada con la ceremonia es la abuela, que no deja de mirar el agua con un ramo de crisantemos en la mano. Sólo tiró una flor. Levanta la vista y me ve con la cámara. Creo que no le gusta que los fotografíe. Me voy sintiéndome un poco culpable.
Recorro la península repleta de pescadores. Veo un montón de termos y me dan ganas de tomar mate. Veo un adolescente que lee unos apuntes junto a un equipo de mate dulce. Pienso en pedirle uno, pero paso de largo. Dulce no.
En el centro de la península, un vendedor de barriletes de telgopor que giran sobre sí mismos, media docena en el cielo. Más allá, un barrilete hexagonal con un dibujo del Hombre Araña. Abajo, un padre con su niño. Sólo he visto padres remontar barriletes. Casi nunca niños. Pienso si remontar no será un asunto que requiere haber crecido.


Vuelvo a la costanera y compro un pastelito de batata y otro de membrillo a una pareja. Un cuerpo no almorzado recibe mejor un pastelito que un choripán. Aún sin mate.
A lo largo de la costanera, una fila de cañas de pescar inclinadas en distintos ángulos. Tanzas que brillan. Detrás, el río plateado. Miro hacia el otro lado: veo un carrito de choripanes en el que el viento hizo crecer desmesuradamente el fuego. Bellísimo el fuego. Pasa corriendo por la calle el dueño del carrito con una botella de Coca llena de agua. Apaga el fuego y levanta mucho humo.
Tengo muchos restos de pastelito entre los dientes, un mate vendría bien, pero los pescadores que están mateando tienen esposas. La próxima vez me traigo un termo.
Cruzo a ver los aviones desde la reja azul donde todos se cuelgan para ver mejor. Despega uno hasta que queda apenas más grande que un mosquito. Un ciclista se cuelga de la reja para mirar, y me mira. Yo miro la bici y pienso qué robable que está.
Aparece un 160. Lo corro, pero no va a Retiro. Me quedo esperando. En uno de los avisos de la parada, una bandera argentina y una leyenda: El sol del 25 viene asomando. En el letrero se reflejan el río, los pescadores, y los autos que paran en el semáforo. Cuando cambia la luz, sólo quedan el río y los pescadores. Miro ese ciclo varias veces, y cuando tomo la foto, sin autos, llega el 33.


Subo, me siento y preparo la cámara, con el plan de tomar la usina desde la ventanilla. Un plan más seguro. Pero la vuelta es por la calle paralela. Bajo en Retiro y tomo el 100 vacío. Me siento en la fila de butacas individuales. Delante mío, un hombre canoso con una boina negra lee Página/12. Pienso en pedirle un suplemento para leer en el viaje. Mi pensamiento lo hace darse vuelta y no le pido nada. Miro los carteles pegados en la calle.
Cartel 1: En Galerías Pacífico se puede ver el cincelado del bastón presidencial desde el 19 hasta el 24 de mayo. Fotografía del orfebre. Fotografía del bastón. Cartel 2: Fidel Castro y Chávez y una leyenda que los da por bienvenidos. Esta mañana alguien contó en la radio que Chávez se fue caminando desde el hotel hasta no sé qué reunión. Vuelvo a pensar en el ciclista.
Una cuadra más delante veo un pajarito posado sobre el pedestal de algún busto patrio que ya no está, y muchos vendedores de banderas.
En Cerrito y Corrientes doblamos. Está cortado el tránsito por la asunción presidencial. Un paseíto en bondi por el Bajo. Por Corrientes hasta Madero. Subimos por Independencia. La 9 de Julio está llena de colectivos estacionados a ambos lados, hasta un punto de fuga que coincide con el Obelisco. Pienso en bajarme, pero ya hace frío. Foto perdida.


Constitución. Cerca del edificio Central Park, un balcón. La dueña de casa lavó todos los muñecos de peluche de su hija y los tendió en la soga de la ropa. Son más de veinte. Pienso en bajarme, pero es inseguro. Lo lamento varias cuadras.
Frente al Moyano, el esqueleto de un edificio a medio construir. Es bellísimo cuando atardece. No está atardeciendo. Igual tomo un par de fotos al pasar.
Unas cuadras más adelante en Barracas, los silos de metal brillan al sol en la planta de Quaker. Las palomas caminan por las chapas del techo de los galpones, mientras pasa bramando el Roca bajo los cables de alta tensión.
Subiendo el Puente Pueyrredón, llegando al desarmadero de autos, trato de sacar una pila de cuatro coches encimados, enjambrados como abejas. Cada uno tiene su propio color, pero con el tiempo se lo van contagiando unos a otros, hasta que todos adquieren una tonalidad uniforme.
Cerca de la vieja estación de trenes de Avellaneda, en una esquina, un vendedor de muñecos. Cuelgan de dos sogas paralelas. Los de arriba son todos blancos. Títeres de burros blancos colgados por las orejas. Abajo, Piñones Fijos agarrados de las manos a la soga.
Bajo del 100 en Güemes y Heredia. Me detengo en Heredia frente a la Casa de las Calas, como siempre.
Abro la reja de entrada de mi casa y recojo el tronco de gomero. Lo llevo al jardín, le pongo arriba una vasija de barro con una planta. Entro, voy al baño y hago mate. Prendo la PC. Son las cuatro de la tarde. Escribo todo esto. Ahora son las siete.

25 de mayo de 2003

Vida acuática / Villa La Angostura





Sólo perdido se puede encontrar
un lugar inhallable

Capitán Barbosa



Leo una publicidad turística de Buenos Aires al subir al ómnibus en Retiro: Si estás pensando en irte, quedate acá. Más adelante el Río de la Plata, plateado y lleno de veleros, donde navegué hace pocos días. Un viaje por la extensión del agua: agua que se va, agua que se queda, siempre marrón, pero no hoy. Ahora está quieta y refleja, como todo lo estancado. Fluir es escapar a la semejanza, se viaja huyendo de la repetición. Pero cuando los viajes se repiten, ¿a qué se parece el agua?
En Saavedra, saliendo ya, una parte anegada de la autopista llega al frente de una casa. En la calle alguien intenta sacar el agua con un secador, pero la laguna se resiste. Inútil tarea cuando el líquido sobrante es tanto, tan débil el instrumento y tan cuesta arriba el lugar donde todo desagota.
Una nena se hamaca en San Fernando. Pareciera que fuera a alguna parte, pero sigue allí mientras la pierdo de vista. La vida en viaje es como subirse a una hamaca. Voy y vuelvo, pero siempre es la misma cadena, la misma mano.
En las afueras de Luján cubren grandes extensiones de huerta con plásticos grises. De lejos parecen lagunas. El mejor lugar para la quietud es el interior de un colectivo de larga distancia. Sólo se puede pensar y mirar el paisaje. Vida de hortaliza: tiempo, calor, agua, sol. Quietud.


En las afueras de Mercedes un hombre de hojalata amarillo señala con el dedo varias montañas de algún material. En letras negras, en su pecho se lee: Compramos Hueso. El agua no tiene esqueleto, no tiene corazón, sólo se desplaza.
Pocos kilómetros más allá, un cartel de Total Gas y mil garrafas blancas amontonadas como larvas. No estoy usando la cámara. Sólo ventanilla. Cuando se pierde el contenido por un orificio, hay que volver a cargar. No quiero cargar.
Más allá, en una casa blanca, ropa tendida. Sólo ropa roja. Pronto aparecerá Navarro detrás de esta laguna de pasto y eucaliptos. Se escabulle el espectro del Gauchito Gil, y se prende la tele del micro.
Tres películas clase B, casi sin pausa entre una y otra, hasta General Acha. En la primera, un escritor psicópata intenta asesinar por celos a su esposa, periodista radial. En la segunda, un policía corrupto se redime y mata a todos sus compañeros mafiosos. En la tercera, otra escritora alquila una casa en una costa solitaria, se enamora del guardián de un faro que resulta ser un fantasma escocés, y lo ayuda a volver al más allá.
Bajamos a cenar, espectros hambrientos y despeinados. Da una sensación de purgatorio comer con gente desconocida. Allí suceden varias conversaciones de sala de espera entre la barman de un boliche, un par de obreros de la construcción, tres esquiadores, una escritora, dos artistas plásticas, algunos turistas y demás pecadores.


Amanece en Valle Encantado. Ya estamos en Neuquén. Tal como me anticiparon, por Río Negro no pasamos. El Limay viene bajísimo, pueden verse los barrancos en la ribera y buena parte del lecho seco. El agua pasa con furia del estado líquido al luminoso en este invierno de miseria. Hay poco gas, en compensación, hace falta mucha electricidad. Que el agua dé lo que la tierra ya no puede.
Niebla espesa. Asoma una pareja de leoncitos de piedra que veo desde que era chica en lo alto de una montaña. Todavía está bastante oscuro, pero ellos siguen ahí, sin haber crecido. Busco alguna señal del paso del tiempo. Las nubes también crecen.
Llegamos al Nahuel Huapi, el lago de los tentáculos. Cada tentáculo se llama brazo más un nombre propio. Eso tranquiliza. Me dejo abrazar por el monstruo del lago, no quiero estar tranquila. Está soleado, parece que no va a nevar en estos días. Tomo el Algarrobal a Villa La Angostura. No veo ni un algarrobo en el viaje, sólo lengas, coihues, cañas y demás habitantes de la Selva Fría. Y la nieve en los cerros, recién caída, recién iluminada por el sol en el brazo Huemul. Tentáculo Huemul.
Me esperan en la terminal con mate caliente para el cuerpo helado. La nieve sale del paisaje y se vuelve conversación. Se vuelve deseo de nieve, pero sólo llueve por ahora. El deseo es un cambio de estado.


Vamos caminando a la Laguna Verde. El agua quieta duplica un tronco caído sobre la superficie. Miramos las fotos que tomamos en el monitor de la cámara. Difícil distinguir entre el objeto y su reflejo. Cuando se vuelve vertical lo apaisado, el árbol se transforma en alguna especie de artrópodo prehistórico. Ahora sí puedo cargar.
La nieve cayó silenciosa hace unos días, copos de gas mutando a cristal. En un primer momento se fue acumulando mullida y liviana. El correr de los días la compactó y aparecieron torrecitas cristalinas, una ciudadela de cuarzo sensible a la presión de los dedos. La helada produce nuevos comportamientos, todo se vuelve duro y resbaloso. El hielo está sólido y huidizo, para pigmaliones no del todo decididos a un asunto serio con sus estatuas. O bien para, en cada nevada, poder enamorarse de un nuevo estado del agua. Arte efímero. La repetición solidifica, pero el calor desagota y se reinicia el ciclo.
El viaje ya está por la mitad, el traslado llevó al sitio que se entiende por hogar, allí donde mi compañero entiende también lo que no le digo.


Triste destino del río, quién pudiera ser laguna, dijo uno. Los cerros están allá abajo, en el agua. Con muy poca comida, con la nieve marmolada bajo los pies, llegamos al mirador del Belvedere. Desde ahí vemos al río Correntoso y nos preguntamos qué clase de río no desemboca en el mar. Decidimos que no se trata del río más corto del mundo, como nos habían hecho creer de niños, sino de un canal, el lugar a través del cual el Nahuel Huapi y el lago Correntoso se pasan los salmones.
Llega una pareja con su hija adolescente, y una guía turística, también adolescente, con raquetas en los pies para no hundirse en la nieve. En medio de la explicación sobre la rareza y brevedad del Correntoso, la señora interrumpe con un sesudo comentario el fárrago de datos: “Entonces, claro, no es un río, es una laguna”. Juntando risa para cuando se vaya, bautizamos al río: Laguna de la Señora.


Nos vamos en bici a la Laguna Ceferino, ahí se puede caminar sin hundirse después de las últimas nevadas. Pero no llegamos, entretenidos en cosechar estalactitas y usarlas de lentes contra el cielo, los helechos, la ruta o lo que se cruce y tenga color. El agua embellece, aumenta y distorsiona. Como los faroles del balneario, que empequeñecen las montañas en sus cilindros de cristal. Sólo faltan los copos para hacer souvenires de viaje.
De regreso vamos al puente, ese mismo que veíamos tamaño postal desde el mirador. Miramos las truchas remontando la corriente, recorriendo el ciclo vital más breve del mundo salmónido, buscando un mar inútil. El Correntoso cambia otra vez de nombre: Río Para Nada. Para navegar, es preciso ser breve. No es necesaria una gran travesía, nos basta y sobra en este invierno con la Laguna de la Señora. Y para nadar, están los salmones.


Vuelta a Buenos Aires y noche espesa. Luces de Confluencia, Limay al lado, y la curva se dora con los faroles del ómnibus. Al fondo, negrura y estrellas. Un cartel amarillo indica camino sinuoso. Seguimos bajando, el río, la ruta y yo, hasta la represa de Alicurá. Ya falta poco. Pasan autos en sentido contrario. En la espesura hay un valle encantado invisible, y así seguirá porque la luna hoy no sale hasta casi medianoche. Empieza la subida del Collón Curá. Otra rareza patagónica, un río que desafía la gravedad. En la cuesta de quince kilómetros la corriente me empuja y me hace ir hacia arriba, es la tracción del paisaje nocturno, el hundimiento en un medio a la vez extranjero y familiar.
Otro lago plateado, pero sin veleros. La luna se refleja en la represa de Arroyito, donde se produce el agua pesada para enfriar reactores nucleares. Deuterio y Oxígeno. El mismo viaje mutante que el agua: puedo enfriar, pero no puedo cambiar mi composición química. Hidrógeno tres oxígeno. Un arroyito entre la normalidad y lo imposible. Una variante alotrópica, el grafito del carbón, lo que se escribe del árbol caído. El camino está en pésimo estado a esta altura. Floto como un artrópodo en la superficie escabrosa. Voy llegando al cruce con la ruta que lleva a Cutral Có y Plaza Huincul. Adelante va un camión con acoplado que lleva maquinaria: “Transporte Gargaglione – Comodoro Rivadavia”. Lo pasamos y otra vez luna arriba, ruta y luces de autos abajo: las blancas de los que van al sur, y las rojas de los que vuelven al norte.


Amanece. Otra vez el agua sube. Miro el parabrisas empañado. La humedad condensada que lo vuelve traslúcido. Hace un rato llovió un poco, cerca de 9 de Julio. Las gotas que quedaron del lado de afuera se mueven en riachos desde el centro hasta los bordes del parabrisas. Algunas bajan, pero casi todas, por el avance del micro y el viento, se mueven primero horizontalmente para después subir. Sobre la baba de la gota anterior, se monta la siguiente. A veces se ramifican. A su paso parecen ir bebiendo las que quedaron sueltas por ahí. El viento y los movimientos del vehículo deciden qué gota será bebida, y cuál iniciará su viaje de cabeza hacia la altura, o de cola hacia abajo, con el cuerpo en progresivo aumento. A veces las trayectorias, en especial las horizontales, son sorprendentemente rectas. Es allí cuando se prolonga más la cola y se reduce la cabeza. Cuando les da el viento de frente, actúan todas juntas, y las líneas que describen sobre el vidrio se unen formando una red, que se descuelga de pronto con el golpe de las ráfagas. Algo sucede al avanzar contra algo que resiste. El desplazamiento se vuelve caprichoso e impredecible. Un avance no en sentido opuesto a la corriente, sino como los veleros, unos grados más allá.
Cerca de Luján, tirado en el pasto, un colectivo oxidado y sin ruedas, en el que está escrito, cuidadosamente, con prolijidad, el anuncio: “Letreros luminosos”.


Lo que hay y lo que falta se hamaca en viajes de diversa humedad, entre plantas tropicales y plantas del desierto. Por lo general, las cosas que pierden su agua ganan en aroma. También pierden peso y volumen para sobrevivir en la hostilidad. Las arrugas de la templanza, la sabiduría del perfume, reducen la superficie de contacto y la exposición a las heridas del tiempo. Viajo buscando las bondades de la evaporación. Lo que se evapora, vuelve. El viaje termina, una siesta larga para hacer la digestión, mudar de piel, y volver a leer el cartel de bienvenida: Si estás pensando en irte, quedate acá.
4 de agosto de 2007

LA SELVA FRÍA: Buenos Aires







Dulce Aldea / Copahue



Dulce Aldea: Ascenso a los infiernos. Miramos atrás y el amor no se desvanece. Allí donde se cura incluso lo que aún no se enfermó, los mitos se leen del revés. A contraluz.



Presentación del libro-objeto de fotografía en Espacio Ecléctico - Año 2007

Colaboraron en la producción Camila Rapetti y Máximo Quintana

Abra en el Espacio Ecléctico

La Feria de libros de fotos de autor


Con Selva y amigos en la inauguración

La Feria es el espacio óptimo para difundir y hacer circular libros autorales fotográficos. Participan autores, editoriales y fotógrafos con libros de ediciones limitadas, ediciones independientes y libros de artista de ejemplares únicos.
La Feria de libros de fotos de autor en el Espacio Ecléctico, hecho que va año tras año convirtiéndose en un encuentro clásico e impostergable. Es un espacio de circulación de libros de fotografías, de ejemplares únicos o pequeñas ediciones autogestionadas o independientes, reunidos a través de una convocatoria abierta. Durante los días de Feria, el Espacio se acondiciona conformando un ámbito ideal para la lectura y observación de los libros y propicio para el intercambio entre el público y los autores.
Una posibilidad única de tomar contacto con trabajos que suelen circular únicamente en ámbitos reducidos y lejos del alcance del público.
Con Selva Zabronski participamos en varias ediciones de la Feria con diversas propuestas.








Espacio Ecléctico - San Telmo, Bs As.

Sphera: Libro con Selva Zabronski


Sphera: algunas páginas sueltas



















Silvia Castro: Fotografía y Textos

Selva Zabronski: Diseño

Sphera / El texto

la mano del astrónomo cabe
en la cabeza de un alfiler

yo vivo del aire

la boca del astrónomo
me expande
y me contrae
como una lente

pule su vicio con la punta que sopla

soy

un brillo que suena en el vacío
una cualquiera de la gravedad

floto en mis redes

la soledad del hombre de ciencia

transforma el tiempo
en paso de baile

en la punta de un alfiler
se tejen medias tintas

el negro es el color de la traslación

errar es incoloro

y yo

soy
un cuerpo celeste

Abra: Libro-objeto











Año de realización: 2005

Técnica y medidas del libro cerrado:

Toma directa y reencuadre. Libro objeto tridimensional.
Medidas: 22 X 22 CM

Breve reseña sobre el contenido del libro:

Un intento de observar el interior y el exterior a un mismo tiempo.

La vida en los pliegues. El de la infancia: abrir, cerrar, y echar suertes. Lo que se arroja al azar, lo retiene el destino.

Abra: El interior

















Idea y realización: Silvia Castro

Fotos y diseño de cubierta: Selva Zabronski

Dos ojos abiertos

El autor de "18.013" opina sobre La Selva Fría

De repente, mis ojos estaban "abiertos como platos", que se dice... No sé cómo llegué al texto, no sé cómo pude mantenerme en él pese a que no entiendo, no entiendo ni siquiera muchas de las palabras (transatlánticas para esta pequeña cabeza granadina, al sur del viejo continente), no sé.
Sólo sé que soy alguien que alguna vez trata de escribir y que trata, que lucha, porque lo que escribe sea algo que "existe". Las letras, una detrás de las otras...

"La mitad
está del otro lado"

A los alientos de hojas secas de ciudades pequeñas que nos vamos al aliento de hamburguesa de ciudades inmensas, difícilmente nos cuadra en una misma página la naturaleza con la persona. Tú lo has metido en una misma oración.
No sé de dónde has sacado algo así, qué fuerzas te han hecho parir semejante...
Sólo sé que crece la esperanza en alguien que lee/vive/respira/etc... cositas así colocadas.
Gracias por ayudarme a sentir así cosas que pasan, también, aquí al ladito, gracias por hacer sentir a este ratón de ratonera materialista.

Por un instante, puedo recordarlo todo. Tengo la sensación de poder recordarlo.

Los mitos que circulan entre las palabras antiguas de los seres, acompañándolos como un ruido de fondo. El ruido de la naturaleza, de la que toma el ritmo, que aplica a las personas. Lees y te vence. Un lenguaje que viene de los ancestros,

de la tierra

de las raíces de la tierra, de las piedras duras, de los huesecillos de animales muertos.

Palabras de un tiempo en que el hombre no había renunciado a ser un salvaje / para ser un caníbal. Selva Fría es la oportunidad de volver a mirar desde ahí, desde un poco nómada, un poco cazador, un poco danzante de estrellas y planetas,

más allá de los complejos del urbanita arrepentido, Selva Fría usa las líneas de la página como los nervios de la hoja, abre caudal. La sorpresa de encontrar algo "así", y la posibilidad de compartirlo, el sentido de alguien que ni describe ni fuerza la realidad, sino que convive y late desde ella.

Las fisuras.

En las grietas de la ciudad, nace, en chiquitito, la selva fría y tú



todos los días la pisas.

(Gracias Silvia)


Alejandro Ruiz Morillas - poeta granadino