Vida acuática / Villa La Angostura





Sólo perdido se puede encontrar
un lugar inhallable

Capitán Barbosa



Leo una publicidad turística de Buenos Aires al subir al ómnibus en Retiro: Si estás pensando en irte, quedate acá. Más adelante el Río de la Plata, plateado y lleno de veleros, donde navegué hace pocos días. Un viaje por la extensión del agua: agua que se va, agua que se queda, siempre marrón, pero no hoy. Ahora está quieta y refleja, como todo lo estancado. Fluir es escapar a la semejanza, se viaja huyendo de la repetición. Pero cuando los viajes se repiten, ¿a qué se parece el agua?
En Saavedra, saliendo ya, una parte anegada de la autopista llega al frente de una casa. En la calle alguien intenta sacar el agua con un secador, pero la laguna se resiste. Inútil tarea cuando el líquido sobrante es tanto, tan débil el instrumento y tan cuesta arriba el lugar donde todo desagota.
Una nena se hamaca en San Fernando. Pareciera que fuera a alguna parte, pero sigue allí mientras la pierdo de vista. La vida en viaje es como subirse a una hamaca. Voy y vuelvo, pero siempre es la misma cadena, la misma mano.
En las afueras de Luján cubren grandes extensiones de huerta con plásticos grises. De lejos parecen lagunas. El mejor lugar para la quietud es el interior de un colectivo de larga distancia. Sólo se puede pensar y mirar el paisaje. Vida de hortaliza: tiempo, calor, agua, sol. Quietud.


En las afueras de Mercedes un hombre de hojalata amarillo señala con el dedo varias montañas de algún material. En letras negras, en su pecho se lee: Compramos Hueso. El agua no tiene esqueleto, no tiene corazón, sólo se desplaza.
Pocos kilómetros más allá, un cartel de Total Gas y mil garrafas blancas amontonadas como larvas. No estoy usando la cámara. Sólo ventanilla. Cuando se pierde el contenido por un orificio, hay que volver a cargar. No quiero cargar.
Más allá, en una casa blanca, ropa tendida. Sólo ropa roja. Pronto aparecerá Navarro detrás de esta laguna de pasto y eucaliptos. Se escabulle el espectro del Gauchito Gil, y se prende la tele del micro.
Tres películas clase B, casi sin pausa entre una y otra, hasta General Acha. En la primera, un escritor psicópata intenta asesinar por celos a su esposa, periodista radial. En la segunda, un policía corrupto se redime y mata a todos sus compañeros mafiosos. En la tercera, otra escritora alquila una casa en una costa solitaria, se enamora del guardián de un faro que resulta ser un fantasma escocés, y lo ayuda a volver al más allá.
Bajamos a cenar, espectros hambrientos y despeinados. Da una sensación de purgatorio comer con gente desconocida. Allí suceden varias conversaciones de sala de espera entre la barman de un boliche, un par de obreros de la construcción, tres esquiadores, una escritora, dos artistas plásticas, algunos turistas y demás pecadores.


Amanece en Valle Encantado. Ya estamos en Neuquén. Tal como me anticiparon, por Río Negro no pasamos. El Limay viene bajísimo, pueden verse los barrancos en la ribera y buena parte del lecho seco. El agua pasa con furia del estado líquido al luminoso en este invierno de miseria. Hay poco gas, en compensación, hace falta mucha electricidad. Que el agua dé lo que la tierra ya no puede.
Niebla espesa. Asoma una pareja de leoncitos de piedra que veo desde que era chica en lo alto de una montaña. Todavía está bastante oscuro, pero ellos siguen ahí, sin haber crecido. Busco alguna señal del paso del tiempo. Las nubes también crecen.
Llegamos al Nahuel Huapi, el lago de los tentáculos. Cada tentáculo se llama brazo más un nombre propio. Eso tranquiliza. Me dejo abrazar por el monstruo del lago, no quiero estar tranquila. Está soleado, parece que no va a nevar en estos días. Tomo el Algarrobal a Villa La Angostura. No veo ni un algarrobo en el viaje, sólo lengas, coihues, cañas y demás habitantes de la Selva Fría. Y la nieve en los cerros, recién caída, recién iluminada por el sol en el brazo Huemul. Tentáculo Huemul.
Me esperan en la terminal con mate caliente para el cuerpo helado. La nieve sale del paisaje y se vuelve conversación. Se vuelve deseo de nieve, pero sólo llueve por ahora. El deseo es un cambio de estado.


Vamos caminando a la Laguna Verde. El agua quieta duplica un tronco caído sobre la superficie. Miramos las fotos que tomamos en el monitor de la cámara. Difícil distinguir entre el objeto y su reflejo. Cuando se vuelve vertical lo apaisado, el árbol se transforma en alguna especie de artrópodo prehistórico. Ahora sí puedo cargar.
La nieve cayó silenciosa hace unos días, copos de gas mutando a cristal. En un primer momento se fue acumulando mullida y liviana. El correr de los días la compactó y aparecieron torrecitas cristalinas, una ciudadela de cuarzo sensible a la presión de los dedos. La helada produce nuevos comportamientos, todo se vuelve duro y resbaloso. El hielo está sólido y huidizo, para pigmaliones no del todo decididos a un asunto serio con sus estatuas. O bien para, en cada nevada, poder enamorarse de un nuevo estado del agua. Arte efímero. La repetición solidifica, pero el calor desagota y se reinicia el ciclo.
El viaje ya está por la mitad, el traslado llevó al sitio que se entiende por hogar, allí donde mi compañero entiende también lo que no le digo.


Triste destino del río, quién pudiera ser laguna, dijo uno. Los cerros están allá abajo, en el agua. Con muy poca comida, con la nieve marmolada bajo los pies, llegamos al mirador del Belvedere. Desde ahí vemos al río Correntoso y nos preguntamos qué clase de río no desemboca en el mar. Decidimos que no se trata del río más corto del mundo, como nos habían hecho creer de niños, sino de un canal, el lugar a través del cual el Nahuel Huapi y el lago Correntoso se pasan los salmones.
Llega una pareja con su hija adolescente, y una guía turística, también adolescente, con raquetas en los pies para no hundirse en la nieve. En medio de la explicación sobre la rareza y brevedad del Correntoso, la señora interrumpe con un sesudo comentario el fárrago de datos: “Entonces, claro, no es un río, es una laguna”. Juntando risa para cuando se vaya, bautizamos al río: Laguna de la Señora.


Nos vamos en bici a la Laguna Ceferino, ahí se puede caminar sin hundirse después de las últimas nevadas. Pero no llegamos, entretenidos en cosechar estalactitas y usarlas de lentes contra el cielo, los helechos, la ruta o lo que se cruce y tenga color. El agua embellece, aumenta y distorsiona. Como los faroles del balneario, que empequeñecen las montañas en sus cilindros de cristal. Sólo faltan los copos para hacer souvenires de viaje.
De regreso vamos al puente, ese mismo que veíamos tamaño postal desde el mirador. Miramos las truchas remontando la corriente, recorriendo el ciclo vital más breve del mundo salmónido, buscando un mar inútil. El Correntoso cambia otra vez de nombre: Río Para Nada. Para navegar, es preciso ser breve. No es necesaria una gran travesía, nos basta y sobra en este invierno con la Laguna de la Señora. Y para nadar, están los salmones.


Vuelta a Buenos Aires y noche espesa. Luces de Confluencia, Limay al lado, y la curva se dora con los faroles del ómnibus. Al fondo, negrura y estrellas. Un cartel amarillo indica camino sinuoso. Seguimos bajando, el río, la ruta y yo, hasta la represa de Alicurá. Ya falta poco. Pasan autos en sentido contrario. En la espesura hay un valle encantado invisible, y así seguirá porque la luna hoy no sale hasta casi medianoche. Empieza la subida del Collón Curá. Otra rareza patagónica, un río que desafía la gravedad. En la cuesta de quince kilómetros la corriente me empuja y me hace ir hacia arriba, es la tracción del paisaje nocturno, el hundimiento en un medio a la vez extranjero y familiar.
Otro lago plateado, pero sin veleros. La luna se refleja en la represa de Arroyito, donde se produce el agua pesada para enfriar reactores nucleares. Deuterio y Oxígeno. El mismo viaje mutante que el agua: puedo enfriar, pero no puedo cambiar mi composición química. Hidrógeno tres oxígeno. Un arroyito entre la normalidad y lo imposible. Una variante alotrópica, el grafito del carbón, lo que se escribe del árbol caído. El camino está en pésimo estado a esta altura. Floto como un artrópodo en la superficie escabrosa. Voy llegando al cruce con la ruta que lleva a Cutral Có y Plaza Huincul. Adelante va un camión con acoplado que lleva maquinaria: “Transporte Gargaglione – Comodoro Rivadavia”. Lo pasamos y otra vez luna arriba, ruta y luces de autos abajo: las blancas de los que van al sur, y las rojas de los que vuelven al norte.


Amanece. Otra vez el agua sube. Miro el parabrisas empañado. La humedad condensada que lo vuelve traslúcido. Hace un rato llovió un poco, cerca de 9 de Julio. Las gotas que quedaron del lado de afuera se mueven en riachos desde el centro hasta los bordes del parabrisas. Algunas bajan, pero casi todas, por el avance del micro y el viento, se mueven primero horizontalmente para después subir. Sobre la baba de la gota anterior, se monta la siguiente. A veces se ramifican. A su paso parecen ir bebiendo las que quedaron sueltas por ahí. El viento y los movimientos del vehículo deciden qué gota será bebida, y cuál iniciará su viaje de cabeza hacia la altura, o de cola hacia abajo, con el cuerpo en progresivo aumento. A veces las trayectorias, en especial las horizontales, son sorprendentemente rectas. Es allí cuando se prolonga más la cola y se reduce la cabeza. Cuando les da el viento de frente, actúan todas juntas, y las líneas que describen sobre el vidrio se unen formando una red, que se descuelga de pronto con el golpe de las ráfagas. Algo sucede al avanzar contra algo que resiste. El desplazamiento se vuelve caprichoso e impredecible. Un avance no en sentido opuesto a la corriente, sino como los veleros, unos grados más allá.
Cerca de Luján, tirado en el pasto, un colectivo oxidado y sin ruedas, en el que está escrito, cuidadosamente, con prolijidad, el anuncio: “Letreros luminosos”.


Lo que hay y lo que falta se hamaca en viajes de diversa humedad, entre plantas tropicales y plantas del desierto. Por lo general, las cosas que pierden su agua ganan en aroma. También pierden peso y volumen para sobrevivir en la hostilidad. Las arrugas de la templanza, la sabiduría del perfume, reducen la superficie de contacto y la exposición a las heridas del tiempo. Viajo buscando las bondades de la evaporación. Lo que se evapora, vuelve. El viaje termina, una siesta larga para hacer la digestión, mudar de piel, y volver a leer el cartel de bienvenida: Si estás pensando en irte, quedate acá.
4 de agosto de 2007

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