Tres Horas - Viaje en colectivo




Domingo 25 de mayo. La Una. Agarro la cámara y me voy. Cierro la reja de casa con dificultad, la cerradura está cada vez peor. El vecino se deshizo de su gomero, está a unos pocos metros descuartizado y tirado en la vereda. Junto una de las partes, la más linda. Vuelvo a casa, abro la reja y dejo el tronco en el pasillo de entrada. Salgo.
Camino por Heredia hasta la parada del 100. Antes, una corrida hasta Lucena al 1600, una puerta rota blanca, de madera, con círculos y flechas tallados. Le faltan detalles que completa un símbolo de Nike que aparece detrás, bordado en una tela roja. Pero tengo película blanco y negro. Tomo el 100 en Lucena y Lacarra. Me subo sin plan.
En Pellegrini e Independencia veo que ya van llegando los colectivos de la asunción presidencial. Aún no cortaron el tránsito. Pasa uno con una tela enorme que le cubre el costado con letras celestes y blancas: Hurlingham. Pienso en dónde bajarme. Tengo una foto pendiente en La Boca: el reflejo de la ventanilla de un fiat Duna sobre una pared. Lo descarto. No conozco los horarios del dueño. El 100 baja por 9 de Julio y dobla en el Rulero. Bajo en la Torre de los Ingleses. Subo por el ascensor.


Piso 6. La usina al fondo, y el río plateado. Abajo, gente que camina y sus sombras, un cantero rectangular de césped, con un solo habitante sentado. La vía y una fila de vagones amarillos paralela a la costa. El puerto y veleros.
Piso 5. La usina un poco más abajo, y más brillo. Una exposición de fotografías: en todas las fotos, siempre la misma pared y la misma puerta. Lo que cambia es el decorado: rocas, jardines, dibujos de plantas en las paredes… No entiendo muy bien de qué se trata, quizás algún lunático se dedicó a ambientar el interior de su departamento y registró los resultados. Leo quién hizo esto y cómo.
Piso 4. La usina a punto de desaparecer de la vista. Otra exposición de fotografías. Corchetes luminosos blancos y de colores sobre fondo negro. No me interesa demasiado. Tomo una fotografía de un foco que ilumina un rectángulo de vidrio en el que está pintado un par de corchetes. Los corchetes se proyectan sobre el suelo. Intento retratar a una pareja que se revuelca en el césped cuatro pisos más abajo, no consigo un buen encuadre, y finalmente se cansan, se sientan y miran la nada. Foto perdida.
Piso 3. Paso de largo, está en refacciones.


Piso 2. La usina desapareció detrás de la estación Mitre. Otra exposición: El Límite y la foto performance. Secuencias fotográficas que registran acciones de una persona. Todas en la costa atlántica.
Secuencia 1: Una mujer gorda reproduce, con sogas y estacas sobre la arena de una playa, la planta de una casa. Intenta mostrar que entre esas sogas enterradas en la arena ella “hace su vida”. Está vestida como para irse a dormir, se despereza, se tira en una cama. Entiendo recién cuando leo el cartelito.
Secuencia 2: Otra mujer enterrada en la arena junto al pasamano de una escalera. Desparramada y enterrada como si se hubiera caído por esa escalera. Recuerdo el Planeta de los simios.
Secuencia 3: Otro gordo desentierra una tijera de la arena. Mira al mar, dando la espalda a la cámara. Se corta el pelo largo. Se corta la camisa. Se corta el jean. Se corta el boxer. Su ropa y cabello quedan dispersos sobre la arena y él, parado mirando el mar, desnudo.
Secuencia 4: Junto al ascensor, una tira de contactos cuelga de pared a pared, sobre una esquina. En la tira, un tipo vestido de negro realiza intentos de entrar al mar. Uno de ellos con los ojos vendados. Entra y sale.
Antes de bajar, miro un cuaderno abierto con anotaciones. Leo desde la nota más actual, hacia atrás: Varias hechas por niños, diciendo que les gusta ver desde arriba. Adolescentes que escriben groserías: el piso seis es una verga, los otros también, no entiendo nada. Padres agradecidos de lo que el piso seis regala a los ojos de sus hijos. Casi nadie se percata de que el cuaderno es para devolver una impresión a los fotoperformers. Sólo una mujer, en la primera nota, celebra que hayan elegido la Torre para la muestra, porque es el mejor lugar, dice, para experimentar el límite entre el vacío y lo humano. Y algún que otro comentario que no recuerdo. No escribo nada y bajo. Saludo y me voy.


Cruzo corriendo la calle curva que rodea la plaza de la Torre. Casi me matan dos colectiveros. El segundo me da una lección de sentido común y arranca con bronca. Tomo el 33 hasta Aeroparque.
En el camino, la usina y el río, desde abajo. Inseguro bajarse a fotografiarla desde el llano. Bajo más adelante y entro a Aeroparque. La atmósfera viciada mezcla calefacción, café u otros jugos de las esperas largas, y erosiona la piel de la cara. Voy al baño. Evitar las esperas largas, pienso, aguardando mi turno.
Salgo y cruzo a la costanera. Hago algunas pruebas con el brillo plateado, me doy vuelta, y encuentro una familia tirando cenizas y flores amarillas al río. Flotan y no se van nunca, la corriente las mantiene cerca de sus deudos. Flotan junto a tres botellas de gaseosa de cuarto litro. La más compenetrada con la ceremonia es la abuela, que no deja de mirar el agua con un ramo de crisantemos en la mano. Sólo tiró una flor. Levanta la vista y me ve con la cámara. Creo que no le gusta que los fotografíe. Me voy sintiéndome un poco culpable.
Recorro la península repleta de pescadores. Veo un montón de termos y me dan ganas de tomar mate. Veo un adolescente que lee unos apuntes junto a un equipo de mate dulce. Pienso en pedirle uno, pero paso de largo. Dulce no.
En el centro de la península, un vendedor de barriletes de telgopor que giran sobre sí mismos, media docena en el cielo. Más allá, un barrilete hexagonal con un dibujo del Hombre Araña. Abajo, un padre con su niño. Sólo he visto padres remontar barriletes. Casi nunca niños. Pienso si remontar no será un asunto que requiere haber crecido.


Vuelvo a la costanera y compro un pastelito de batata y otro de membrillo a una pareja. Un cuerpo no almorzado recibe mejor un pastelito que un choripán. Aún sin mate.
A lo largo de la costanera, una fila de cañas de pescar inclinadas en distintos ángulos. Tanzas que brillan. Detrás, el río plateado. Miro hacia el otro lado: veo un carrito de choripanes en el que el viento hizo crecer desmesuradamente el fuego. Bellísimo el fuego. Pasa corriendo por la calle el dueño del carrito con una botella de Coca llena de agua. Apaga el fuego y levanta mucho humo.
Tengo muchos restos de pastelito entre los dientes, un mate vendría bien, pero los pescadores que están mateando tienen esposas. La próxima vez me traigo un termo.
Cruzo a ver los aviones desde la reja azul donde todos se cuelgan para ver mejor. Despega uno hasta que queda apenas más grande que un mosquito. Un ciclista se cuelga de la reja para mirar, y me mira. Yo miro la bici y pienso qué robable que está.
Aparece un 160. Lo corro, pero no va a Retiro. Me quedo esperando. En uno de los avisos de la parada, una bandera argentina y una leyenda: El sol del 25 viene asomando. En el letrero se reflejan el río, los pescadores, y los autos que paran en el semáforo. Cuando cambia la luz, sólo quedan el río y los pescadores. Miro ese ciclo varias veces, y cuando tomo la foto, sin autos, llega el 33.


Subo, me siento y preparo la cámara, con el plan de tomar la usina desde la ventanilla. Un plan más seguro. Pero la vuelta es por la calle paralela. Bajo en Retiro y tomo el 100 vacío. Me siento en la fila de butacas individuales. Delante mío, un hombre canoso con una boina negra lee Página/12. Pienso en pedirle un suplemento para leer en el viaje. Mi pensamiento lo hace darse vuelta y no le pido nada. Miro los carteles pegados en la calle.
Cartel 1: En Galerías Pacífico se puede ver el cincelado del bastón presidencial desde el 19 hasta el 24 de mayo. Fotografía del orfebre. Fotografía del bastón. Cartel 2: Fidel Castro y Chávez y una leyenda que los da por bienvenidos. Esta mañana alguien contó en la radio que Chávez se fue caminando desde el hotel hasta no sé qué reunión. Vuelvo a pensar en el ciclista.
Una cuadra más delante veo un pajarito posado sobre el pedestal de algún busto patrio que ya no está, y muchos vendedores de banderas.
En Cerrito y Corrientes doblamos. Está cortado el tránsito por la asunción presidencial. Un paseíto en bondi por el Bajo. Por Corrientes hasta Madero. Subimos por Independencia. La 9 de Julio está llena de colectivos estacionados a ambos lados, hasta un punto de fuga que coincide con el Obelisco. Pienso en bajarme, pero ya hace frío. Foto perdida.


Constitución. Cerca del edificio Central Park, un balcón. La dueña de casa lavó todos los muñecos de peluche de su hija y los tendió en la soga de la ropa. Son más de veinte. Pienso en bajarme, pero es inseguro. Lo lamento varias cuadras.
Frente al Moyano, el esqueleto de un edificio a medio construir. Es bellísimo cuando atardece. No está atardeciendo. Igual tomo un par de fotos al pasar.
Unas cuadras más adelante en Barracas, los silos de metal brillan al sol en la planta de Quaker. Las palomas caminan por las chapas del techo de los galpones, mientras pasa bramando el Roca bajo los cables de alta tensión.
Subiendo el Puente Pueyrredón, llegando al desarmadero de autos, trato de sacar una pila de cuatro coches encimados, enjambrados como abejas. Cada uno tiene su propio color, pero con el tiempo se lo van contagiando unos a otros, hasta que todos adquieren una tonalidad uniforme.
Cerca de la vieja estación de trenes de Avellaneda, en una esquina, un vendedor de muñecos. Cuelgan de dos sogas paralelas. Los de arriba son todos blancos. Títeres de burros blancos colgados por las orejas. Abajo, Piñones Fijos agarrados de las manos a la soga.
Bajo del 100 en Güemes y Heredia. Me detengo en Heredia frente a la Casa de las Calas, como siempre.
Abro la reja de entrada de mi casa y recojo el tronco de gomero. Lo llevo al jardín, le pongo arriba una vasija de barro con una planta. Entro, voy al baño y hago mate. Prendo la PC. Son las cuatro de la tarde. Escribo todo esto. Ahora son las siete.

25 de mayo de 2003

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