por Fabián Yausaz
Terminé
de Leer Pisagua y sentí casi lo
mismo que cuando finalicé Pedro Páramo,
Osaturas o Caballo en el salitral: una desazón pesada. Cuando leo procedo
de esa manera, leo completo una vez (con Pisagua fue de corrido) y si la
lectura me conmueve, la comento. La mayor parte de esos comentarios van a mi
diario (por suerte o por desgracia no conozco a todos los autores que leo) y a
veces, como en este caso, mando cartas.
Cuando
comento un libro parto de dos vectores: la emoción que me suscitó la primera
lectura y lo que llamo “centro de gravedad”. Me refiero a ese núcleo que atrae
todos los textos y unifica unidades lingüísticas heterogéneas en un libro. En
las dos o tres veces que releí el texto busqué y busqué infructuosamente ese
centro. Ahora, mientras escribo (a menudo me pasa que descubro algo nuevo
cuando escribo) y tengo el ejemplar frente a mi vista, me doy cuenta de que lo
que busco está en la tapa. Esa playa-cementerio que montaste con silletas (acepción
correntina de reposera) cruces, toldos y panteones, todos orientados hacia un
mar desértico. Ahí la imagen, todos los poemas la llevan al extremo. Como si
narraran una pesadilla o una película de terror. Una escena un poco
surrealista, quizá con ciertos guiños a
Dalí.
El
poemario comienza con el oxímoron de los Stones sin público. Nos hemos
acostumbrado a ver a Richards y Jagger arengando multitudes. Pero los niños que
saltan y que podrían corear I can´t get no satisfaction, perdieron su cuerpo.
Los pescadores callan porque hasta las canciones pegadizas no tienen la
posibilidad de contar. El poemario avanza a través de un territorio árido, de
ese Pisagua que horada la piel hasta erigir osarios. Tenemos que esperar al
último poema para un nacimiento ovíparo que, aunque problemático, permite mutar
al reptil.
Nadar
aguas abiertas (como correr maratones) te vuelve resistente. Tal vez por eso
leí Pisagua de corrido. Tal vez por eso
agradecí que en el último poema apareciera una curva para cada caricia. Las
formas de esos cuerpos que “todos perdieron aquí” son devueltas a través de una
caricia. Cualquiera que haya mimado con la luz apagada sabe que las caricias
inventan curvas inexistentes para la vista. Incluso hacen el milagro de inventar curvas para cuerpos
desaparecidos. Suspiré y agradecí ese mimo del final.
Los
poemas parecen construirse acumulando
capas de imágenes, una paleontología que confunde estratos. No hay regla
general, porque cuando en un poemario hay una regla general el lector más o menos
atento se da cuenta de que el poeta repite una misma fórmula. Pero en muchos
poemas hay un centro de atracción hacia lo que está enterrado. Ejemplos: el que
comienza en los alambres y termina en la carne que vino a pudrirse, el que
comienza en los frutos y culmina en la oruga, el que comienza en el precipicio
y termina en la implosión de la bestia,
el que comienza en un llanto que desagua en un matadero, el ojo en la lejanía
que culmina en la ropa de los muertos. La muerte que yace, es incubada en incubadora
y parece atraer hacia sí, hacia abajo (el debajo de la tierra es duplicado
con el debajo del poema) a todas las
otras imágenes. La construcción de estos poemas hace recordar a la lógica
onírica surrealista. Pero no hay onirismo en Pisagua sino pesadilla. Una
pesadilla demasiado vívida para ser soñada.
Quizá
el libro bisagra que escribe Freud sea Más allá del principio del placer. Hasta
ese momento era un burgués optimista que creía que el psicoanálisis podría
transformar al ser humano en una mejor persona.
Pero, más allá del optimismo freudiano,
el ser humano hace guerras y las guerras dejan secuelas. Allí se encuentra con
soldados que repiten en pesadillas una y otra y otra vez la escena traumática.
El trauma de la guerra, descubre Freud, desbarata toda posibilidad de simbolización onírica. El sueño normal
desdibuja la realidad, crea un espacio onírico extraño; el sueño traumático, en cambio, reitera la
imagen devastadora. El hermetismo
aparente de Pisagua se volvió límpido para mí cuando empecé a leer en esta
clave. La muerte atrae todas las imágenes y las ancla a un lugar subterráneo.
Hay una voracidad zombie, un agujero negro que absorbe tiempo y espacio. Ahora
le puedo poner palabras a ese vacío que vivencié mientras leía tu libro.
Qué
pasa cuando no hay agua que arrastre desechos. Cuando los boteros no tienen un
Leteo para cruzar los vivos al otro lado. Los muertos habitan el suelo de
otros, hasta el viento trae sus cuerpos. Algo que me llamó la atención del
poemario es que haya poco olor a cadáver. Está el azote del olor luego de
eviscerar la montaña. Y yo no encontré mucho más en ese sentido. Da la
impresión de que en Pisagua las imágenes
son visuales, en definitiva (según mi lectura) su centro de gravedad es una
foto.
También
pienso que la pudrición tiene que ver con la humedad. Recuerdo esos cuerpos
momificados de Nazca que se conservaron gracias a la sequedad y el salitre del
ambiente. En Pisagua parece suceder lo mismo. En la segunda parte se descubre
un ecosistema marino sin agua. Una suerte de fósiles a cielo abierto, la
paleontología confunde los estratos y lo que queda a la vista, desperdigado por
los poemas son cardúmenes, vísceras de pulpos, estrellas de mar destrozadas.
Momias, charque, cuerpos desecados, osario. Los tesoros arqueológicos se
encuentran en zonas que fueron océanos evaporados. Ahí se construye la
Pisagua lírica de este libro.
El
ritmo de Pisagua no me permitió bajarme de la lectura. La continué con una
fascinación, no diría que morbosa, creo que casi ritual. Me sentía parte de un
oficio, el respeto me imponía la necesidad de permanecer. Tus versos parecen
cortados con precisión quirúrgica. Casi no encabalgás y la frase (lo que
Octavio Paz llama frase poética) coincide con la sintáctica. Como si abordar el
tema de los muertos subterráneos requiriera la precisión de un bisturí. Si
hacia el final aparece la pretensión que excede el renglón es mitigada por una
mirada devuelta al ojo plano. Pienso ahora que el corte de verso quizá tenga que
ver con tu ojo y tu dedo de fotógrafa. Como si cada verso fuera un fotograma
que leído a gran velocidad configurara una imagen. El corte de verso de Pisagua
parece presuponer que para tratar con los muertos hay que utilizar un
instrumental aséptico. Admiro tu pulso para cortar versos de esa manera.
Otra
forma para mantener una perspectiva lírica de los muertos es, me parece, que el
yo no aparezca. Los poemas son casi una crónica distante de un campo de
concentración. No por las imágenes, sino por la distancia que te tomás para
enfocar. Ese tono, por momentos, me hizo acordar a Matar a Platón de Chantal Maillard.
Si
bien la dedicatoria, los cuerpos en la playa y otras imágenes remiten al
contexto histórico, no sentí que el poemario fuera otro homenaje a los
desaparecidos. O al menos no solo eso. Creo que Pisagua excede al terrorismo de
estado e instala un territorio yermo en el que convivimos con muertos quitados
hasta de la memoria. Un espacio en el que la aridez ha erosionado incluso
nuestro recuerdo. Hay que poder escribir un libro así. Este tipo de escritura
se sostiene con el cuerpo. No del yo lírico sino de la persona que la escribe.
Un cuerpo de mujer sosteniendo la escritura de un territorio devastado. Respeto
muchísimo eso.
Fabián
Yausaz nació en Buenos Aires en 1969. Reside en Laguna Soto, Corrientes.
Docente, poeta y narrador. Tiene inédita una trilogía de novelas. En narrativa
publicó: Verga y tijera (premio Pocha
Semper Ediciones D, 2012); Brasil decime
qué se siente, 2017 (Premio Provincial de Literatura). En poesía: Laguna Soto (2015). Para que la ternura (2019).
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