Ponerle nombre a la ausencia, por Eduardo Mileo

Presentación de Pisagua (La Gran Nilson, 2019)







Por Eduardo Mileo



“Pisagua en aymará / significa tierra sin agua”; en castellano, en cambio, “pisagua” es el pie sobre mojado. Contradicciones entre la lengua del opresor y la del oprimido: el opresor ve agua y la pisa, el oprimido está seco, muerto. Pero también pisar el agua es caminar sobre ella, ser cristos en la humedad, y terminar en la cruz, en la sequía. Cruces de un cementerio real, que es también un cementerio simbólico: en la conquista se entierra la lengua del oprimido, se lo mata en el silencio; en la sociedad capitalista se entierra la ideología de la liberación, se mata en la esclavitud. El nombre torturado deviene el nombre desaparecido: NN es el nombre de la ausencia. Si, como dice un poema del libro, “toda presa aspira a la invisibilidad”, el opresor apresa para desaparecer, hacer olvido de la vida.

Pisagua es tierra yerma: “no hay nadie —dice Silvia Castro—/ todo es lejos y cerca // nadie llega tarde / todo es nadie viniendo”. El desaparecido es un innombrado, un nadie, no está, no responde al nombre, el desaparecido se nombra en el silencio porque no hay tiempo ni espacio en la muerte.

Dice Silvia: “Un campo de concentración no es un lugar // es todo lo que se puede morir estando vivo / todo lo que se puede vivir estando muerto”. Pero un campo de concentración tampoco es un no lugar, no es una utopía, o, en todo caso, es la utopía de la muerte. El invasor cree que vivir no es nunca de los otros. Vivir, entonces, se convierte en una ausencia y, como toda ausencia, se sufre. Como dice Silvia, “en Pisagua / sólo se está enterrado”; los de abajo no son sólo los muertos, sino los enterrados socialmente, los despreciados por un mundo cuyos dueños pretenden que, matando, se mueren las ideologías y los sueños. “Los caídos en la guerra / los caídos en las huelgas del salitre / los caídos en las dictaduras” —enumera un poema—; todos ellos van formando capas de cadáveres: los oprimidos, esos muertos, abonan la tierra de los latifundios, conforman la geología del capital.

Cuando sólo hay silencio en la voz, cuando no hay reflejo en los cristales, nadie puede verse en el otro, leer en un rostro dónde encontrar al hermano, “buscar —dice Silvia— al otro igual que está debajo / como a la otra media del par”.

No es fácil matar una cultura. Los desaparecidos volverán en el deseo de justicia, en la propia voluntad de no olvidarlos, de reescribir la historia, y que la poesía se lleve el plomo lejos, que opere sobre la pluma con todo su peso. 

Éste es un libro de símbolos: un reloj es el olvido, el vino es la sangre, el desierto y la sal son la sequía, los desaparecidos son las cruces de un cementerio perdido, cruces que tachan la vida presente pero señalan la pasada, acusan, son la denuncia de lo que no debe olvidarse jamás. 

Octavio Paz escribe, si no recuerdo mal en El arco y la lira, que, cuando el poeta dice “silla”, nos pone una silla delante de los ojos. Lo que evidencia la sólida materialidad del lenguaje poético es, a la vez, una operación mágica. Silvia Castro les da su voz a los desaparecidos, a los muertos por voluntad del capital, y en su voz renacen, vuelven a tener cuerpo, son nuevamente parte de nuestra vida. La poesía los pone en la memoria, y la memoria es otra forma de la resurrección.

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