La infancia como pulsión



Patricio Torne

Un niño viene al mundo y trae consigo la estrella de medio oriente. Medio oriente, sus mensajeros, sus exiliados voluntarios e involuntarios,  hace tiempo que están llegando, no en oleadas, sino a goterones buscando un cántaro o un charco donde afincarse. Un niño viene al mundo y nada sabe de poesía, nada sabe de sus formas, su enrevesados vericuetos por el que atraviesan los críticos determinando esto sí, esto no. Un niño que vino al mundo sin saber nada a cerca de la poesía, va a crecer sin tener conciencia de ello en el seno de la poesía misma. Ese niño tuvo infancia, sí, tuvo infancia, y esto que para muchos puede ser una obviedad, una verdad de perogrullo, es absolutamente una certeza: la niñez es un estado biológico, la infancia un estado de gracia. Todos atravesamos la niñez, no todos vivimos esos años en estado de gracia.

Un hombre intenta despedirse de la infancia y fracasa, intenta enterrar la infancia y fracasa. Entonces decide cargar con ella para siempre, y mirar el presente, el transcurrir de los días, no con añoranza, sino con la ensoñación que nos permite eso de lo que es imposible despegarse. Un hombre lleva consigo la infancia y ve al mundo desde sus ojos asombrados y todo lo que transcurre ya no es pequeño, ni natural, los hechos acarrean una aventura insoslayable que él puede ver y nos la cuenta. La infancia, en definitiva, será consagrada como un tiempo y un lugar de realización personal y estética.

Al decir de Gaston Bachelard: “Basta así la palabra de un poeta, la imagen nueva pero arquetípicamente verdadera, para que reencontremos los universos de la infancia. Sin infancia no hay verdadera cosmicidad. Sin canto cósmico no hay poesía. El poeta despierta en nosotros la cosmicidad de la infancia.”

El niño se hizo grande, y porque siendo grande guarda el asombro de los niños que es preciso para ver la poesía, se vuelve poeta. El poeta se llama Yamil Dora y escribe con el niño que nunca lo abandonó. Su asombro es inmensurable y escribe de las cosas que lo vieron crecer. Este poeta no necesita temas elocuentes, con hablar de su entorno, la familia y lo que esta le relata, le basta, allí están los grandes temas de una cultura que viene del medio oriente, los entremeses del amor, y el desencuentro, los abuelos, el tío, el padre, los sustentos, el bar, los tragos, las putas, y de nuevo el amor, el amor inagotable por ese estado que más que memoria, es la poesía que surge como un río interior haciendo cauce por donde Yamil se desliza rumbo al mar, una y otra vez, como quien quiere recorrer el camino que hicieron sus antepasados en la precariedad de los barcos.

Leo: El hombre mira su infancia/ salta el tapial/ siente el olor de las hormigas/ muertas/ su madre lo llama/ y no va/ las nubes se acercan/ los ojos de un pájaro brillan/ en el patio de al lado/ abre el jaulón/ conoce el placer del pecado/ la ira de dios/ la humedad del patio/ en la noche que empieza.
Yamil, salta la tapia que habrá de separarlo de la infancia, y con una naturalidad que estremece,  ingresa a los misterios de la muerte, la libertad que debe conquistarse y merecer, lo que se deja, aún con las cosas amadas, los pecados y el castigo, e ingresa a ese estado de adultez como quien ingresa a la noche.  Luego nos va a decir: “yo busco un lugar  donde poder estar solo/  un río/ un bosque/ algún bar abierto”.  Estar solo, un río, un bosque, es un modo que tiene para  distraernos, apenas son lugares alternativos que sirven como escalones para llevarnos al único lugar donde él quiere estar: el bar, esa geografía que conoce por tradición, y que más que un refugio fue el cielo que lo cobijó con todos los dones que uno quisiera para sí.

Yamil dice haber descubierto la poesía ya tarde. Lo que no sabe, no puede percibir, es que la poesía venía con él, hasta que un día (tarde dice él), tomó conciencia de esto y se hizo inevitable materializarlo en la escritura. Es por eso que sus poemas, aún con una temática tan cercana a su persona, tan banal, si se quiere, tan cotidianamente Dorá, se vuelve universal, fluye con esa lírica rampante que roza el corazón más que el cerebro intentando interpretar, se vuelve tuya, se vuelve mía, y aquí radica la potencia de su escritura: no es necesario ir más allá, si todo está acá, a su, nuestro, alrededor. Él hace de la poesía un acto más de la crisis y los júbilos que lo (nos) sostiene, alimenta o hambrea.

Saltar el tapial y volver a la infancia/ que nadie me vea/ que me busque por otro costado/ que todos se vayan del mundo/ y se olviden de mí/ que se mojen las fotos/ que no se muera ningún pajarito/ que me dejen un auto y un perro/ y un almacén para atenderme solo/ y un bar/ para sentirme solo/ para poder cerrarlo/ y que nadie me espere. Dirá cuando arrecien los menesteres del mal don, y allí estaremos, inevitablemente, solos, con él, porque su poesía ya se hizo carne en nosotros.



Silvia Castro es poeta y fotógrafa, aunque podría decirse, sin lugar a dudas, que Silvia Castro es poeta a secas: su fotografía está regida por las coordenadas (si es que estas existen) de la poesía, esas que los críticos determinan esto sí esto no. En su extraordinario libro Para entender la fotografía, John Berger dice “hace ya más de un siglo que los fotógrafos y sus apologistas reclaman que la fotografía se incluya entre las bellas artes. No es fácil saber si han llegado muy lejos en su defensa. Es cierto que, pese a ser practicada, disfrutada, utilizada y valorada por la inmensa mayoría de la gente, la fotografía no es considerada como un arte. Los argumentos esgrimidos por quienes han defendido su inclusión entre las bellas artes (yo mismo he estado entre ellos) han sido un tanto académico”.  Berger, sostiene que, aunque la fotografía no sea un arte, que son poquísimos los museos que consideran su existencia para ser expuesta, va a sobrevivir a la pintura y a la escultura, y con precisión señala: “La pintura y la escultura, tal como las conocemos, no están muriendo a causa de una enfermedad estilística, ni de nada parecido a esa decadencia cultural que diagnostican ciertos profesionales horrorizados; están muriendo porque en el mundo de hoy ninguna obra de arte puede sobrevivir sin convertirse en un bien con un valor económico.”

La fotografía, al parecer, todavía está a salvo del absoluto mercantilismo, y en esto se hermana con la poesía y su existencia en el ámbito de las letras. Desde allí, desde esa consideración casi desconsiderada es que Silvia suma su arte a este libro, ya que, aun cuando las imágenes están impresas con altísima calidad, sin márgenes, ocupando todo el espacio en los pliegues de papel, estas guardan un equilibrio perfecto con el texto, y ojo que hablo de equilibrio, no de subordinación al texto, no, y aquí hay algo verdaderamente extraordinario: no sólo que coexisten lenguajes diferentes, sino que hay historias diferentes fortaleciendo una estética: la de poner a la infancia, no como nostalgia, sino como pulsión.

Silvia compone un “teatro de sombras” que se muestra en una tonalidad sin estridencias, que se rompe, de vez en cuando, con sutiles colores que alumbran  y denuncian la existencia de una cinta celeste, un broche naranja, un escarceo en azul, como quien descubre una estrella en particular dentro de la inmensidad de un universo cargado de misterios.

Tanto el texto como las imágenes determinan su propia existencia, pero a la vez se entrelazan en un tránsito común, como la atracción de los opuestos convergiendo en su centro; como el yin y el yan; como el ángel en el corazón del ogro; como algo imposible de ver por separado.
Silvia Castro es de Gral. Roca, Río Negro, y vive en Buenos Aires; Yamil Dora es de Casilda, Santa Fe, y vive en Buenos Aires. Son pareja, viven juntos. Ambos construyen en “El olor de las hormigas” un objeto cargado de señales que acarician, que estremecen, propio de los objetos entrañables; nacidos por la potencia del amor.

Entre tanto alarde de miseria humana expuesta sin pudores por estos tiempos, la colección ANAMNESIS de la Editorial santafesina PALABRAVA, nos da la inmensa posibilidad de congraciarnos con lo profundamente humano, y ojala sus editores sepan lo agradecido que estamos por esta proeza (toda edición de un libro de poesía sigue siendo una proeza, imagínense éste con sus características de objeto artístico), y al lugar de regocijo que, indudablemente,  nos conducen.



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