Poemas de un ojo que piensa


La Selva Fría, de Silvia Castro (Ediciones En Danza, Buenos Aires, septiembre, 2006), 98 páginas.

Juan Carlos Moisés.
Sarmiento, Chubut.


Publicado en la Revista El camarote : Arte y Cultura desde la Patagonia. Nº13. Mayo de 2008



Aun cuando de ningún modo se pudiera decir que “el color local” sea su forma de presentación, ningún lector podría obviar que este libro, del primero al último poema, habla de la Patagonia, de varios de sus aspectos: históricos, geográficos, etnográficos, culturales, naturales, hasta industriales. Sin embargo, a la Patagonia no la encontramos sino en el detalle, en los intersticios, revelados por el ojo sensible y microscópico de la autora, que logra un conjunto compacto de poemas en los que forma y contenido adquieren el valor de la unidad. Las palabras valen por lo que son, por lo que aglutinan y en lo que devienen. La Selva Fría es el primer libro de poesía de Silvia Castro, cuyas publicaciones anteriores son de fotografía. Su mirada entrenada y particular en nada repite lo mucho que se ha escrito sobre esta parte del país. Sus poemas, delineados con gran precisión y plenos de hallazgos, proponen un forzamiento de los sentidos (“toco/ horas que pasan como ovejas”), como del sentido mismo (“el árbol sucede al poste”). Son un tejido urdido en el telar de lo patagónico, es cierto, pero que abriga lo universal, en tanto que no es sólo descripción sino también y sobre todo reflexión. El libro propone varias pistas, pero una, en el todo, es ineludible: su preocupación por la naturaleza y por las criaturas que somos en donde nos toca actuar. La autora lo dice con dos palabras: “somos sagrados”.
El libro está dividido en cuatro partes. “Pehuén”, la primera, es un acercamiento a la cultura mapuche. Encontramos palabras de su vocabulario, como rehue, machi, Nguenechén, o relacionadas con la región de la etnia, como volcán, araucaria, piñones. Pero esta enumeración no llega al poema en un orden previsible, sino como elementos tan disímiles como dispersos que en líneas limpias y sobrias sólo es capaz de unir el poema. Equidistante de la memoria de las culturas nativas como de todo lo que se reconoce como “lo patagónico”, la poética de Silvia Castro puede definirse en estos dos versos suyos: “La mitad/ está del otro lado”.
En “Castor”, la segunda parte, se implican el agua, el castor y la mirada que escribe: “para Castor el agua/ es una gota// mis ojos/ la línea de flotación”. La perceptiva del poema es el poema mismo: “miro/ como quien mira el agua/ debajo del agua”. Pero el ojo no sólo mira, el ojo piensa, y además, como si no bastara, el ojo se hace personaje, para construir -como los propios castores, si vamos al caso- una teatralidad poética con esos embalses. Aguzados los sentidos, podemos, al oír el rumor del agua, sentir el peso de las palabras. Es que son los sentidos hechos palabra, y la palabra hecha lenguaje, lo que le da sentido a esta poesía: “un espejo/ que se mira en un espejo/ que se mira en un espejo/ que se mira en un espejo// así/ hasta el cielo”.
Los poemas de “Cigüeñas”, la tercera parte, se insinúan como levemente descriptivos, pero enseguida se vuelven “cocina” de la poesía que busca, ahí, en la tierra, en la página, lo que solo y a secas no aflora. No otra cosa hacen esas “cigüeñas” que traen el petróleo de las profundidades. Los múltiples impulsos del poema se vuelven acción, como los vientos del sur, y la exploración no predica en el desierto, paradójicamente. Cuando leemos: “la tierra alcanza su punto de hervor”, sabemos que la verdad de la poesía es anterior a la interpretación.
En “Selva Fría”, la cuarta y última parte del libro, los poemas tienen un sentido otro, porque en todos es posible encontrar más de un acceso y tantos recorridos como sea posible intentarlo, si es que el lector se propusiera ir hasta el fondo. Encontrará, como lo ha encontrado la autora, que “hasta la copa llegan/ noticias de las profundidades”. La información a mano sobre “la selva fría” nos dice que es una zona de los Andes Patagónicos donde el bosque da paso a una selva en la que coexisten varias especies de la flora y de la fauna. También que es una zona codiciada por los inversionistas extranjeros. Este grupo de poemas se abre como si soltara amarras de lo verosímil, y la “Selva Fría” es la selva del mundo: “existe todo un mar/ entre Oriente y Occidente”. Hasta la ironía, que estaba contenida, hace su presentación para ofrecer una versión poéticamente osada: “cuando los chinos/ inventaron la Patagonia/ aún no existía el papel”. El pincel dibuja el bosque, como dibuja el fuego, como dibuja el humo en el aire, como dibuja el poema. La Patagonia, el mito, como espacio de invención, pero no de una vez y para siempre, sino cada vez, en cada poema y en los que vendrán. Con la musicalidad de las palabras, el urdido de las metáforas, y con ellas “las asociaciones interminables”, como decía el poeta Alfredo Veiravé. El libro también puede ser leído como un grito o una advertencia. Pero siempre “tirando de las bridas de la luz”, para volver claro lo oscuro, para hacer de lo oscuro, lucidez.



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