La Parecida

Mujer de Cobre - óleo de Thomas Daskam




Hacé manos, me dijo. Y la parecida empieza por las manos, saca la mano del fuego y la pone sólo por sí misma. Pero hacé manos. Las manos son tan bellas, los dedos son tan largos, los largos son tan distintos. Ella al saber de nosotras está por demostrar un artilugio, un pase de edad, una misericordia. Es a la vez destierro y albacea el plano inclinado deslizándose entre ellas y nosotras, y la lluvia que nos une abunda en medias que dejan y no dejan ver sus costuras. Las medias tendidas sobre el plano inclinado chorrean para que las yemas que miran por ahí sepan apreciar. Sólo con la punta de los dedos es posible parecernos. Las puntas son nuestras partes favoritas. Yacen de lo que no pueden ofrecer y toman lo atorado. Desafina el tableteo de los dedos sobre nuestra esperanza. La gracia está en sabernos elegir, porque nuestra clase es la propicia para llevar hasta el rincón donde todo se anima. El precio pagado es por demás auspicioso. En lo venidero, habrá que distinguirnos con medallones que pendan de nuestra esperanza. Habrá que encontrarnos entre las cenizas que nos vieron volar. Este lugar donde nos conocimos todas cae sobre sí mismo, suave y propicio al tacto. Crece como una enredadera que alberga todas las posibilidades de humedad en una misma pared. Pide pared para crecer. Sin pared no hay agua que sostenga. El tacto es por detrás de la pared, por más suave que parezca. La distancia producida por el tacto es parte de nuestro sustento. El cobre no es fácil de entender, allí circula nuestra savia. Donde esa tensión hace arraigo, aparecen las sienes, comemos desde ahí. Esa es la secreción de la que todos hablan. Todas las bocas ahí. Las manos ahí, sus pliegues. El pliegue entre el pulgar y el índice oculta el pubis de la confianza que inspira nuestro acuerdo. Por supuesto, el cobre amalgama todos nuestros puntos de succión. La vista sube por nuestras raíces invertidas. No importa la raíz. A quién le importa la raíz. Importa lo que chupa. Parecida, estamos convertidas a tu arte, muy señoras nuestras, fáciles de forma y tamaño, vestidas sólo de lo nuestro que nos tapa. La tapa de lo nuestro brilla al sol, y cuando brilla, los labios se nos acercan como ladrillos, como si nos dieran otro pedazo más del fuego que nos hizo, ladrillo aún caliente entre los dientes que nos mordieron en medio de la succión. Chupar es a nosotras, porque chupar de nuestro hilo es infinito como un río que nunca desemboca. Somos plurales porque no soportamos nuestra ilegible singularidad, hemos tratado de aprendernos de memoria, pero siempre falla el labio de repetir. La clase de verbo que nos enjuga está de más a la hora de fabricar explicaciones. Esperanza repiten y no saben por dónde se comienza a plegar, entre el codo y la palma, el infinito que cae en millones de cables dorados de luz. El corte nunca nos apaga, porque sólo es el agujero de tijera el palpitar de nuestras yemas, y nuestras yemas huyen de esos sitios. De nuestras yemas comen los canarios que quisieron imitarnos pero sólo en el canto, porque el cobre les hizo contar nuestros secretos, y después de que todos supieron, dejaron que la duda tiñera todo lo demás. A quién le importa si cuando se tira del hilo de nuestra nariz sale cobre, y quién en el fondo vio alguna vez una jaula de cobre. Hace ya mucho tiempo que las jaulas dejaron de apoyarse en las paredes. Todas penden de un cabello que peinamos para que no llore entre su nacimiento y el nacimiento del encierro. La mano que toma el extremo del cabello tira hacia donde quiere ir, pero el nacimiento nos devuelve. Qué gracioso de ver cuando el metal nos vuelve a hacer, nos vuelve a deshacer. Nosotras lo miramos y tableteamos.

Hacé manos, me dijo. La mano que nos quiere llevar no nos interesa. Tampoco la nariz con que nos entrometen unas a las otras. Porque nos ubican unas contra otras. Mídanse los largos, pruébense las otras, gracias dedos en los ojos, qué bellezas repartidas entre la suerte de ser tantas y tan feraces. El dedo que juega entre nosotras sabe contar hasta un millón, y después reinicia la cuenta. Después se aburre y nos deja repitiendo letanías. El aburrimiento está desdoblado rara vez. El aburrimiento es uno y siempre millones en lugar de jugar. Es pared y es parte de lo que decimos despacito. Los canarios nunca se enteraron de lo dicho entre millones. Hacemos como que la ceniza es gris, pero el ave de la ceniza se toca como se toca la mujer que está detrás de la llama que la abre. No puede encenderse una mujer con una llave que gira, no con un dedo que gira en el lugar donde se tiene que mirar. La mira está puesta ahora en una huella que se va, una estela en el remanso donde sólo nuestras manos dejan rastro. 

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