Sábado de Gloria


Segundo día del Diario de Puelches...

Mañana


Me despierto temprano con una sierra sin fin, como en casa, donde siempre están cortando fierro al lado. No hay mayor diferencia, salvo por la intensidad del sonido. Esta sierra taladra el sueño. Afuera, a través de la ventana de la cocina, veo las sierras de Lihuel Calel, un tendal vacío, la media sombra de un árbol y su media copa, pero no veo de dónde pueda venir el ruido infernal. Ya está el sol bien arriba cuando termino de escribir mi noche con Juana y las truchas. Miro fotos de las Tres Gracias, o bien de dos de ellas, porque María José se esconde de la cámara. Debería comer. Después de dos horas de mate y truchas, todo me da vueltas. Me abrigo y cruzo al HiperPuelches, a comprar fiambre, galletitas y agua mineral. El agua tiene demasiado gusto a pozo, incluso pasada por la yerba, el mate y la bombilla. Miro en el garaje de Juanita que no está el Polo. Claro, hora de misa. Es casi mediodía.

Cruzo de nuevo, renuevo el mate, abro otra vez la ventana de la cocina y recuerdo el poema sobre cortinas con que arrancó el libro de Puelches. Justo sobre el anafecito y la pava flota la tela blanca, limpia aún, mientras leo en un folleto salesiano que la arena en las tormentas cubría casi totalmente las viviendas y entraba por las aberturas, impidiendo a la gente salir. Leo a continuación el episodio de la mula y el misionero arrastrado, el padre Angel Buodo:
“Una mula vuelta chúcara, en una de esas, se asustó, volvió atrás y echó a correr como unos 50 metros, hasta que el vehículo volcó, cayendo la mula sobre mí. Me sentí aplastar el esternón, el costado y la espalda derecha. Como Dios quiso, invocando a María Auxiliadora pude salir y enderezar el sulki… los dolores no me permitían moverme, no podía levantar peso, ni toser ni respirar fuerte, ni estornudar”

Sigo la lectura buscando el milagro, salteando nombres y loas a la fuerza divina, pero no encuentro nada del otro mundo, salvo que el tipo se termina curando unas semanas después y sigue con su vida de santo. Veo una imagen en rojo y blanco del curita arrastrado, las piernas en alto como bebé al que le cambian los pañales. Me río un rato y le hago una retoma más de cerca. Abro el paquete de fiambre, las galletas y miro por la ventana mientras como y me saco algunos autorretratos. Me gusta mi cueva en Puelches, el sol de la mañana que entra y pega en mi cabeza aún húmeda de ducha, la sierra que por fin se calla para comer.

Mediodía

Salgo con la cámara en el bolso hacia el sur del pueblo. Mientras cierro la puerta, lo veo venir a Alberto, hablando solo. Camina y mira siempre hacia el costado, discutiendo con un paseante invisible, se detiene cada tanto, se queda mirando con los brazos en jarra, la vista hacia el norte, luego retoma el andar. Al pasar me ve y no me saluda, yo muevo la mano en su dirección y ni pienso en sacar la cámara. A mi ademán responde asintiendo con la cabeza, caballerosamente. Lleva la boina en la mano. Sigue paralelo a la ruta, hacia el puente. Ahí sí hago un par de tomas, con el tele, cuando ya está a unos cincuenta metros. Justo en ese momento la discusión con su acompañante se vuelve más violenta y da unos manotazos al aire, tambalea, pero recupera el equilibrio y baja la loma hacia el puente, desapareciendo de mi vista, ya con la boina puesta. En lo alto un aguilucho da vueltas y el lente se muda al cielo rápidamente, me apuro a desentubar el cielo, busco al pájaro con el angular, y de nuevo acerco. Hace falta más tele, va a ser una toma olvidable, pienso.

Se me acerca un nene.

Qué haces, me pregunta. Debe tener unos siete años.

Saco fotos, le digo, lo miro y me doy cuenta de que no tiene ni idea de lo que le hablo. Le saco una foto a él y le muestro. Se ve a sí mismo en el display de la cámara, extrañado. Me mira callado, le muestro otras fotos.

Yo también encierro aguiluchos, me dice. Tengo jaulas grandes para que no se vayan.

Cómo te llamás? Germán, me dice, vivo enfrente. Ahí donde está el tendal? Si. Te ví que lo mirabas mucho rato.
Me gusta la ropa colgada, si, querés ver? Le muestro algunas fotos del tendal, y a su mamá colgando la ropa.
Más extrañeza. Siento que me llaman. Juanita. Me despido de Germán.

Entro al polirrubro; Juanita atiende gente, le pagan y se van. Entramos a su cocina, que está justo detrás del negocio. Le devuelvo parte de los papeles que me dio y le pregunto dónde puedo comprar el libro sobre Puelches. Enciendo el mp3 y sigo grabando mi charla con ella. Le relato mi encuentro con Germán, y no me registra ni la mitad de lo que le cuento, en seguida se pone a hablar de la familia del nene, que son indios, que viven como indios, que los indios esto y aquello, y todo es muy feo de escuchar, así que me pongo a sacar fotos del negocio mientras continúa con su arenga y el mp3 digiere como puede ese discurso de conquista y evangelización, paternalista y opresivo.

Entra una chica joven, Diana, la asistente social, a comprar, acompañada por otra señora. Me la presentan, y me cuentan que tiene a cargo varias familias y personas a las que ayuda, entre ellos Alberto, que por eso el viejo va limpio por la calle y sigue vivo. Por su vigilancia y sus atenciones,  Alberto pasó a mejor vida, pero de este lado de la ruta, no del otro. Juanita no parece llevarse muy bien con la asistente, imagino que no debe ir a la iglesia con mucha frecuencia. Igual se respetan y comparten el rebaño sin pisarse mutuamente las polleras. O por lo menos eso parece…

Juana me dice que se va a la iglesia de nuevo, con los chicos misioneros, y yo salgo caminando hacia la plaza del pueblo. Tomo fotos de hamacas y sus sombras. El sol está alto y sigo viendo qué pasa con juegos y sombras un buen rato más. Un chico montado sobre un tanque vaivén me mira hacer con expresión cada vez más concentrada. Observa la cámara y se hamaca en el tanque como queriendo volverse fotografiable. No suelo hacer tomas de chicos en plazas si no hay padres cerca, reglas que uno respeta. Pero el nene me sigue convocando, y le saco un par de fotos. Lo saludo y me sonríe, pero no me habla, se levanta y sale corriendo al llamado de su mamá. Sigo caminando por la plaza hasta el palco de funcionarios con  forma de provincia de La Pampa. Nora, la amiga de Juana que hizo el Vía Crucis en el Polo rojo, ideó este esperpento de hormigón con división política y todo, para que en los actos del pueblo hubiera dónde elevarse por encima de la multitud. Fue parte del gobierno alguna vez, ahora está jubilada.

Giro hacia la Municipalidad, un edificio muy nuevo, recién pintado, en el que uno de los cuerpos está o bien a medio construir, o bien destinado a dar coherencia a una característica de las viviendas de Puelches: la ventana con horizonte y sin pared. La ventana sin habitación, esto es, la abertura que comunica con su propio vacío. Una mitad del edificio responde a la lógica convencional de lo recién inaugurado. La otra mitad, a media asta, deja ver el interior del cielo y los trastos dejados en él. Un abandono anterior al abandono. Un abandono brillante como la pintura al látex que lo cubre, pero invisible, transparente, hueco.
Me acerco y saco un par de fotos al escudo de Puelches colocado sobre la entrada principal, un típico escudo del norte patagónico en el que conviven la conquista y la indiada entre laureles, soles y las tiendas de campaña de los dos bandos en los que se dividió el desierto. En el caso de este, por algún motivo que desconozco, no hay huella del paso de los salesianos por el pueblo.

Avanzo por la calle, paso delante de la sala de primeros auxilios, donde se resuelven apenas los problemas de salud más superficiales, el resto va a General Acha, a unos cincuenta km al este, y si se llega a tiempo, se curan allí. Un poco más adelante está el Bar El Hornero, que luego descubro que es visible desde la ruta, al fondo de una de las calles que la corta. Ocupa un espacio de tránsito, ahí donde la calle deja de ser, aparece el bar que por este fin de semana permanecerá cerrado, por respeto a los ritos pascuales. Me asomo al interior y veo el piso de cemento alisado, cinco o seis mesas de fórmica con sus respectivas sillas, una heladera comercial antigua y un pequeño mostrador. El bar seguro que el lunes retoma su actividad habitual. Estos sitios del demonio deben permanecer inactivos en los días santos. Imagino a Bustriazo sentado en una de estas mesas en sus tiempos de telegrafista de Puelches, mientras hago algunos acercamientos del cartel en el que conviven un atado de cigarrillos Marlboro, una muy buena mano de truco -un siete de espadas y los dos anchos- y una pareja de horneros con su nido de barro, todos tallados y pintados en la misma plancha de madera. El macho vuela y mira desde lo alto las demás tallas. La hembra asoma desde adentro del nido, como diciendo: otra vez se va de copas…

Avanzo hacia el este y hago tomas de las casas que llaman mi atención, de algunos tendales y de la calle que da al sur. Sigo acopiando imágenes de camiones, colectivos y tractores abandonados contra el horizonte, cuando veo un galpón sin techo, cubierto por una red de media sombra del tamaño de media manzana. El silencio es total, salvo algunos ladridos y el sonido de la brisa que mueve la tela. Me quedo un buen rato mirando el movimiento de ese tejido negro contra el cielo, y hago una larga secuencia de fotos del trayecto de la red a través del tiempo. Cuesta irse de ese sitio en el que todo parece tan sencillo.

Sigo mi camino hasta el límite oeste, donde encuentro una huerta de dos manzanas en la que, pintado sobre un tanque de nafta abandonado dice: Huerta Curacó. Hay una familia tomando mate bajo los árboles, lo cual me inhibe un poco de seguir recorriendo ese espacio con la cámara. Avanzo y llego a la embolsadora de sal, junto a la cual hay un esqueleto de colectivo que es el verdadero límite entre el pueblo y el atardecer. Mi plan es lograr encontrar el breve instante en el que esta carcaza se dora lo suficiente y pasa a ser la herrumbre del cielo sobre los restos de los poemas de la Gomería de Puelches. Eso será más tarde, cuando caiga el sol, por ahora me dedico a la sal y a los trastos viejos. La balanza de camiones, unos metros más allá, sigue vacía.
Hoy Siga La Vaca permanece cerrado, la clientela pasa de largo. Ahora camino por la margen norte de la ruta, registrando la chatarra de este lado, y algunos ranchos de los primeros pobladores de Puelches y sus descendientes. Aparece en moto el sobrino de Juanita y frena justo al lado mío. Ya viste el centro geográfico? me pregunta. Le digo que no. Vení que te lo muestro, me dice. No sé por qué me hago la idea de que vamos a ir lejos a verlo, quizás en esa moto, y me da un cierto entusiasmo. Pero no, Luis se baja de la moto y me pide que lo siga. A unos treinta metros hacia el norte llegamos a un monolito de cemento de unos 30 cm de alto en el que hay colocada una placa circular de bronce que indica no el centro geográfico, sino una advertencia. Se trata del centro, si, pero ninguna escritura lo atestigua. La leyenda de la placa dice: “Ejército Argentino – Instituto Geográfico Militar. Ley 12696. Hasta cuatro años de prisión a quien destruya esta señal.”  Y nada más. Ah, me dice Luis, si contamos las Malvinas como Argentinas, tampoco somos el centro. El centro en ese caso estaría en Chubut…

Se sube a la moto y se va para su campo. Yo me quedo con los camiones en la ruta, tomando más fotos.  Un camión azul es el que más llama mi atención, por la leyenda de una ventanilla lateral de la cabina: “Evite la resaca, manténgase borracho”. También porque al abrirse la puerta de la cabina veo cubriendo al vidrio de la ventanilla unas cortinas de lienzo blanco, pesado, agrietadas y flecosas, con todo el camino flotando adentro, que mejoran mi versión real del poema de las cortinas que se llenan de tierra.

Antes de entrar a mi habitación a dormir una siesta veo que el tendal que está a unos pocos metros vuelve a estar vacío, y su dueña lo recarga con ropa de niños, zapatillas y pantalones de jean.

Tarde

Me despierto a la hora, con ganas de hacer un mate e ir a tomarlo afuera, a unas mesitas y sillas de hormigón puestas a un costado de la habitación. Me llevo el libro de Puelches más voluminoso para avanzar con la selección de información. Mientras leo y marco partes que me interesan, escucho de nuevo la sierra y su molesto chirrido. Los perros también se alteran, comienzan a ladrar sin interrupción, y cada vez se suman más. Otra vez son los mismos ruidos que en mi casa de Avellaneda. El tornero y su perro. Ma qué paz en el campo. El perro más escandaloso del mundo, a unos cuarenta metros, araña una camioneta y no se baja de la cinta sin fin de su alboroto desesperante.

Algo sucede con los perros en este pueblo, equivalente a lo que pasa con los gallos en otros. Uno sabe lo que va a pasar por los ladridos. Los ladridos regulan el día, lo amanecen. A medida que sube el sol, sube el volumen de los perros. La ausencia total de ladrido inaugura la siesta y sólo se despiertan con olores desconocidos. Cuando cae el sol, se aplacan, hasta que sale la luna y empiezan a aullar.
A eso de las cinco, cuando me canso del mate y el viento se pone más fuerte, entro, me abrigo y voy a buscar a Juanita, que prometió llevarme a conocer las salinas. Pasamos a buscar a su amiga Nora, cruzamos el puente y emprendemos viaje hacia el este. Nuestra primera parada es un sitio junto a la ruta desde el que podemos ver las lagunas, y lo que Juana llama Montes Cupríferos, en los que podríamos ver las excavaciones de las minas de cobre si no hubieran ya vedado el acceso. La siguiente parada es un tambo de cabras, el más organizado de la zona. Los dueños están mal porque se les murieron de hambre quinientos animales. Tienen pocas ganas de atendernos, pero como conocen a Juana y la respetan, entonces nos llevan de recorrida por el establecimiento. Juana les dice que soy una periodista del Diario Río Negro para que nos atiendan mejor. Yo les compro unos quesos, converso con ellos y tomo muchas fotos de los corrales con el sol ya casi cayendo. Les falta muy poco para comenzar a dorarse. En el otro extremo, un paisano carnea un chivito con un destino similar.

Volvemos a subir al auto y rumbeamos para otro sitio, donde encontramos una casa hecha de piedra, la casa de Angelita, una de las primeras pobladoras. Está muy deteriorada, quedan sólo un par de paredes, un jagüel y, alrededor, demasiados ladridos. Juanita toma una piedra del suelo para prepararse. Yo le digo que si no nos huelen el miedo, no habrá problemas con ellos. Juana por las dudas mantiene la piedra agarrada, y se la tira al primer perro que aparece. Las dos apuramos el paso y llegamos pronto de nuevo a la ruta, donde nos espera Nora, que nunca se baja del auto. Pasa un paisano, se detiene y nos pregunta por unos chivos que se le perdieron. Nosotros le explicamos por qué estamos ahí, y el paisano nos mira con suspicacia. Lleva una escopeta de buen porte en la mano y una borrachera equivalente encima. Nos pregunta, como quien se olvida de lo que acaba de pensar y decir, si no queremos ver unas cabras muy muy cornudas que tiene. Juanita le responde que si a mí me interesa, vamos. Yo le digo que si, con un poco de aprensión por la soledad del campo y el aliento espeso del hombre. Pero ya estamos ahí, y no da para andarse arrepintiendo. El cabrero va a pie hasta el sitio donde está el rebaño, y nosotros lo seguimos en el Polo. Yo me bajo, y mis acompañantes vigilan desde adentro del auto mi desplazamiento entre las cabras junto con este hombre. Primero desde lejos, luego se van acercando cada vez más, hasta terminar dándole charla para dejarme trabajar con la cámara. El temor se va desvaneciendo a medida que se conocen un poco más. A mí no se me va una sensación de gran irrealidad, de sueño espeso. El rebaño es enorme, oloroso y movedizo. Los cuernos grandes de las cabras de mayor porte son llamativos, si, pero lo que sobresalta es el número  de animales, en esa soledad con antenas de alta tensión pasando por sobre todas las cosas. Es una sensación de infierno en la tierra: se huele, se escucha, se respira. El hombre habla de un modo cada vez más incomprensible, y si no fuera por la realidad que aportan mis acompañantes, ya estaría viendo crecer un par de cuernos en la cabeza del paisano, sus ojos mirando hacia cualquier parte, como un chivato descarriado.

Saliendo de ahí, pasamos por la estación reguladora de energía de Puelches, sin detenernos. En este tramo y hasta el pueblo yo puedo pensar en lo que veo y ví, mientras las señoras hablan entre sí de sus cosas. Llegando al puente, con la caída del sol, hago unas tomas del interior del auto con las dos en contraluz. Llegamos a la casa de Nora, la dejamos y vamos a la carnicería a comprar para el almuerzo del domingo con los misioneros. Juana entra y yo aprovecho para sacar unas fotos más del atardecer. Corro un par de cuadras y voy calculando el tiempo que pueda llevarle a Juanita comprar su carne. Al rato escucho que me grita: qué hacés sacándole fotos a los perros, vos?  Le respondo que la silueta del perro me cubre el exceso de sol en la lente y que aparte por qué no, si los perros son lindos y ella tiene tres a cargo dentro de su casa. Y tres afuera, me responde. Y se ríe. Subo al Polo y me lleva a mi habitación.

Noche

Al rato cruzo la ruta para llevarle lo que me queda pendiente de devolución de libros y publicaciones, abro la puerta del negocio y el aroma a comida invita a quedarse. Entrá que tengo unas tiras de asado listas para comer, con papas doradas, dice Juanita. Enciendo el mp3 y me voy para la cocina. Está tronando el televisor, sintonizado en un canal local, y se puede ver un programa sobre pesca deportiva. Transmiten desde Piedrabuena, Santa Cruz. Juanita entiende mal, señala la pantalla y me dice si conozco Casa de Piedra. Le digo que sí, pero que ese no es el lugar. Ella insiste con que sí y no la contradigo. En la televisión dicen que es la Fiesta Nacional de la Trucha Steelhead en Luis Piedra Buena, hacen reportajes a pescadores, muestran el río Santa Cruz y algunos niños pescadores.  Aprendo algunas cosas. La trucha Steelhead nace en agua dulce y permanece en ella varios años, para volver luego al mar.  Nadan río arriba para procrear, pero a diferencia de los salmones, una vez que lo logran, regresan nuevamente al mar con tamaños fuera de lo normal. Realizan a lo largo de su vida varias veces el ciclo migratorio hasta lograr un peso de hasta diez kilos. Pescar las Steelhead es un desafío por su tamaño y agresividad, lo que hace que su captura sea un reto delicioso para el pescador. Escucho todo esto superpuesto a la grabación de lo que dice Juanita y en una pausa comercial el anuncio de que el 3 de abril es el cumpleaños de Marlon Brando.

Juanita me dice que vamos a llegar tarde a la ceremonia del Cirio Pascual, subimos al auto y vamos a la iglesia con nuestras velas, cámaras, libretas y demás artilugios rituales. En la misma iglesia que la noche anterior, con una concurrencia que poco ha variado en cantidad, salvo por el frío que hoy aprieta más, los misioneros llevan adelante la ceremonia en la que las velas se van encendiendo y apagando a medida que el ritual lo indica, y ya sobre el final, se comulga y se celebra el advenimiento de la Pascua. Comulgan sólo los misioneros, Juanita, y dos señoras más. El resto de la gente se retira luego de saludar. Cada vez resulta más mustio y formal el rito. Se descubre la cruz, cubierta hasta entonces, y cada cual celebra con su vecino el fin de la pasión de Cristo.

Juanita me ofrece un té en su casa. La charla deriva de un tema a otro hasta que Juana se pone a hablar de sus tiempos de monja en Comodoro Rivadavia y de cuando fue la masacre de Trelew, pero defendiendo a los militares. Yo le respondo con un breve resumen de la Pasión según Trelew, tratando de que no se ponga de la cabeza y me eche de su casa. Pero la discusión no pasa a mayores, o por lo menos llegamos a cierta cercanía con la teoría de los dos demonios, como para mantener la conversación un rato hasta que la prudencia me manda a dormir. Un poco dura en el tono, Juana se despide y me da unos caramelos. Yo le prometo que cuando vuelva le llevo un ejemplar del libro de  de Tomás Eloy Martínez, cruzo la ruta y le hago una seña con la mano. Un camión pasa entre nosotras, a través de la noche, a toda velocidad.

4 comentarios:

hugo dijo...

Hola Silvia:

tarde, como siempre, pero con las mejores intenciones de entrar en harina y amasar unas buenas empanadas, de carne, por supuesto.

el sábado de Gloria es el día más raro de toda la semana santa. El Cristo se murió el viernes a las tres de la tarde, cuando se vuelve imprecador hacia su padre celestial y le pregunta "¡¡¿¿por qué me has abandonado??!!" El sábado de Gloria es el único día en que la Trinidad ha perdido un mienbro y su misterio, porque hasta la "palomita" baja a la tierra y se sitúa sobre la cruz.

pienso en Puelches con todo detenido, casi con el mismo letargo de ese sábado que la Iglesia intenta arreglar para que les salgan los tres días.

el bar "El Hornero", cerrado, es el que da la pauta,porque parece que el pueblo estuviera también cerrado. Sin embargo todo funciona: la sierra sinfín, la mujer que hace la colada, los niños que no saben qué hacer con tanto tiempo libre. Sólo hay una actividad que tiene todo el permiso para hacerse evidente: el comercio no se para nunca, así se muera de un síncope toda la santísima trinidad.

Alberto se pierde en el campo. Alberto habla con Dios y con la boina. Alberto debe de haber conocido a Bustriazo en el mismo Bar donde ahora está "El Hornero". Alberto habla con Bustriazo por eso se quita la boina.

hay que aprovechar que Dios lo es a medias para conocer el centro geográfico, que no deja de ser uno de los ejes ociosos de la tierra.

muy buena esa aparición csi fantástica del cabrero y esa traslación de los cuernos hasta convertirlo en Macho Cabrío ¡¡nada menos que un Sábado de Gloria y ante unas guardianas del "orden natural de la tradición"!!

los perros. ¡Claro que marcan el tiempo! Son los que están en el secreto del tiempo metafísico. Son los que se adelantan al tiempo cronológico. En semana santa el gallo -otro que tal- está vedado, es el marca el antes y el después de la negación de Cristo por paarte de los apóstoles. A
Bustriazo no le gustaban los perros. Llevaba la linterna para amansarlos.

y por fin, el binomio Juana-Silvia. La salida hacia la sal. Una preocupada por su relación con la luz, la otra por lo pedestre y el horario del rito. Si se cumple el rito, lo demás son cuentos.
La carnicería. El adelanto de lo que viene mañana: La resurrección de la carne y el asadito. Juana se ocupa de la carne. Silvia de perseguir la luz que va "dorando" todo tipo de vehículos abandonados. Esos trastos marcando frontera.

sin duda, un extraordinario guión para una película que Buñuel hubiera filmado gustoso, aunque tampoco Bergman le hubiera negado sus honores.

esa cosntante convivencia de lo profano y lo sagrado. El rito, el viento, el silencio, la soledad, los perros, el loco -que tampoco lo es tanto- y tú como elemento perturbador.

se me ocurre una. El Bar "El Hornero" no estaba cerrado. Dentro está Ventura en plena timba esquilmando a Maidana (jejeje).

(acabo de recibir un mail de Olga, todo bien)

Silvia, espero la Pascua de Resurrección que como no podía ser de otra manera... queda para el tercer día.

unbesojuerte

chau,
hugo

Griselda García dijo...

Hermoso tu diario! muy difrutable y calmo.

Silvia Castro dijo...

Hugo, qué linda lectura, como siempre, gracias!

Silvia Castro dijo...

Griselda, me alegro que hayas disfrutado. Cariños para vos