Vísceras



Llegó Gabriel a una tienda de espejos. Se vio. Por primera vez se vio como hombre. Su pelo rojo, casi violáceo, los ojos azules, despoblados, abiertos, sobre la piel serenísima que le volaba la frente y el mentón fuerte sobre el que se detenían los labios asustados. Se paralizó. Era él que eran veinte, treinta Gabrieles encerrados en esos cristales. No se atrevió a moverse y pasó del éxtasis de su contemplación a una creciente claustrofobia. No podía salir de esos espejos. Dio un paso y vio cómo desparecía de uno, mientras otro, hasta entonces vacío, lo atrapaba. Tuvo miedo de haberse extinguido en aquel, de haber de alguna forma desaparecido o muerto. Volvió a su sitio pero se esfumó del segundo espejo, mientras se multiplicaba en otros. Vio pasar a sus espaldas hombres y mujeres que en esas lunas se borraban. Comprendió que éstas eran zonas de extinción. De un espejo a otro envejecían. Los hombres no compraban esos objetos para verse, sino para recordarse.
...
Siguió su camino cavilando acerca de los espejos sin entender por qué no reflejan los otros animales que como las vísceras, habitan en el hombre. Estos tenían agallas como los peces y, recién mutilado, el rabo de los monos. Sin embargo, el espejo los ocultaba.

Leopoldo Castilla. El arcángel.

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