te/estuve/yo/quemándome/en/tu/agua
Juan Carlos Bustriazo Ortiz
Las destrucciones de libros, operaciones
de censura y persecución son fenómenos que existen desde que la humanidad escribe
y registra esa escritura. En nuestro país podemos recordar innumerables casos
de destrucción, biblioclastía y memoricidio, entre los cuales sobresalen: el
sucedido el 29 de abril de 1976 en La Calera, Córdoba, donde se quemaron miles
de ejemplares de libros y revistas considerados marxistas; el caso de EUDEBA,
en el que el 27 de febrero de 1977 camiones militares montaron un operativo
para retirar del depósito de esa editorial alrededor de 80.000 libros que
fueron incinerados; el conocido caso del Centro Editor de América Latina, en el
que más de medio millón de libros y fascículos fueron quemados en un baldío de
Sarandí un 26 de junio de 1980 y el caso de la Biblioteca Popular Constancio C.
Vigil de Rosario, de la cual se calcula que desaparecieron setenta mil
volúmenes. Las estrategias de preservación de los libros por parte de
particulares fueron muchas y diversas, de acuerdo a las posibilidades. Los
libros y materiales peligrosos fueron ocultados en lugares inaccesibles, sótanos,
taparrollos, o enterrados en patios. En esta nota quiero compartir la experiencia
familiar de entierros y exhumaciones.
En 1976 estaba en segundo grado
de primaria y recuerdo que mi maestra pidió que nos compraran Aire Libre, de María Elena Walsh que, si
bien no estaba explícitamente prohibido, era considerado sospechoso por los
posicionamientos de su autora con respecto a la dictadura militar. Con mi
hermano leíamos relatos de Jacques Prevert, de sus Cuentos para chicos
traviesos, y sabíamos que eran incómodos de leer para mucha gente. Yo tenía
siete años, pero ya estaba bastante clara para mí la idea del peligro de la
palabra: no se podía decir, cantar, escribir, sin antes pensar qué, con quién,
dónde. No se podía cantar El cautivo de
Til Til en la panadería, no se podía decir en clase que no creías en Dios,
no se podía contar que mamá quemó junto a la ligustrina y los crisantemos esas
revistas con estrellas rojas. Faltaba poco para que mi tío Hugo, militante del
Peronismo de Base, tuviera que irse a vivir a España porque corría peligro.
Los recuerdos son fragmentarios y
se transforman por el hecho de estar quietos y lejanos en el tiempo. El pasado
se vuelve ficcional con mucha facilidad, en especial cuando se trata de un
pasado violentado. Cuando mi amigo Miguel Martínez Naón me pidió escribir esta
nota sobre el enterramiento de libros en mi casa, desconfié de mis recuerdos y
salí en búsqueda de la memoria familiar. Mandé mensajes por whatsapp a mis
padres, hermanos y a mi tío exiliado, el dueño de los libros enterrados. Las respuestas
fueron sorprendentes:
Mi tío Hugo,
desde Barcelona, recuerda: “Hubo un
par de entierros y ningún muerto -ahí el comienzo, casi borgiano, casi rulfiano
de un cuento-. Los dos primeros entierros los hicimos la Lucía y yo, en una
lata gris de boca muy ancha en otra de aceite de 5 lt. de YPF. Los libros
estaban envueltos en un plástico bastante grueso. Eso sucedió una semana antes
de que yo partiera hacia La Plata con el flaco Alberto.” (…) “El otro entierro tiene un poco más de
detalle. El flaco insistió en que nos lleváramos algunos libros (…) Partimos el
2 o 3 de marzo. El golpe nos pilla en Tandil. Inmediatamente conseguimos una
caja, pusimos los libros que nos habíamos llevado y los mandamos a nombre de la
Lucía con instrucciones precisas de lo que tenía que hacer.”
Con respecto
al último enterramiento, mi mamá, desde Sierra de la Ventana, suma otros
detalles: “Recuerdo que fue el día de la Madre de 1976. A las 4 de la tarde
cargué a Hugo en el asiento de atrás del 404 y fuimos al estudio del escribano.
Después volvimos a mi casa, ustedes habían quedado con Héctor y mi madre en
casa de Isabel. Mientras él cavaba los pozos yo le cebaba mate. A los dos nos
envolvía el humo que salía de otro pozo donde habíamos puesto a quemar revistas
y una buena cantidad de periódicos del ERP. Ese material había estado en la
fosa del garaje (…) Nunca vi a mi madre cargar tanto peso como aquel atardecer.
A partir de aquel día tu padre y yo vivimos con miedo, (…) en aquel tiempo todo
el mundo era sospechoso. Fue un alivio enterrarlos, fue una pena que la humedad
se llevara muchos de ellos... Cuando Raúl empezó a cavar yo creí estar viendo
una película en reversa...”
Raúl es mi
hermano mayor, militante de izquierda en Fiske Menuco, Río Negro, y se refiere
así al momento en el que decide a cavar y buscar los libros: “Creo que fue el
85 u 86. Varios meses antes comenzamos a charlar la posibilidad de
desenterrarlos. Sólo una vez puestos afuera iba a entender mejor por qué se
demoraba tanto eso. Parecía una búsqueda del tesoro con mapas mojados. No
apareció nada el primer día. (…) Mamá me trataba de explicar que ese no era el
lugar, pero no estaba ella tan convencida. Es que el tema de desenterrar los
libros fue siempre una especie de mito y tabú familiar. Los libros en el fondo
del patio eran problema de seguridad para los viejos. Yo lo interpreté igual.
Creo que por eso no los desenterramos el 10 de diciembre del `83, ni durante el
`84. La dictadura fue vivida en silencio y con un miedo estructural. Éramos
niños, pero sabíamos que era lo que podía pasarnos. Al mismo tiempo eran un
resguardo de lo que se había perdido. Desenterrarlo significó sacar lo poquito
que quedaba material de Hugo y tomar cuenta que eso no lo traía de vuelta.
Sabía en el fondo que nada me devolvería lo que el exilio se llevó. (…)
Desenterrarlos fue sepultar la dictadura y pararse de otra manera ante ella. Al
mismo tiempo significó un entierro de las ilusiones infantiles de volver a
vivir con Hugo. Fue ponerle una forma acabada a una pérdida irreparable y sólo
parchada un poco con el Arnau, nuestro primo catalán. El destierro es un tipo
de muerte. Pude unos años después comprender la lucha de clases desde otra
perspectiva, la mía, pero con el motor de Hugo cuando vivía con nosotros y nos
contaba con Alberto Penedo su versión clasista de la Caperucita roja, que
resultó mi curso inicial del primer capítulo del Capital de Carlos Marx.”
Mi hermana Analía nació en octubre
de 1977 y sólo fue testigo de la segunda parte de esta historia. También desde
Fiske Menuco me escribe: “Escuchar lo de los libros era para mí un misterio
familiar. Sabía que de eso no se tenía que hablar mucho afuera, aunque nadie me
lo hubiera dicho nunca. (…) Tengo vagas imágenes de papá con la pala también,
no sólo Raúl. Sí me acuerdo del ruido de la pala contra la tapa de la lata
cuando encontraron la primera, (…) eran latas de pintura, de las grandes, las
tapas tenían unas orejitas todo alrededor que quedaban para arriba al abrirlas.
Lo que me acuerdo mucho era del olor a humedad que inundó la pieza de costura
de la abuela por años y años después de esa tarde. El olor de esos libros fue
tan penetrante y tenía una presencia tan fuerte que parecía que se habían mudado
a la casa de la abuela. Cómo que vivían ahí, como que estaban en un lugar que
parecían haber reclamado y esperado por mucho tiempo. Muchas tardes recorrí sus
lomos mientras la abuela dormía la siesta y nunca dejé de preguntarme qué
tenían de tremendo para tener que enterrarlos. Esos libros le empezaron a poner
un cuerpo al gran mito que era el tío Hugo para mí. Yo nunca lo había visto, no
había visto cosas suyas, no lo había tocado nunca. Y tocar esos libros era como
poner la mano en un lugar donde en algún momento había estado la de él, y creo
que eso lo empezó a hacer real, le empezó a dar corporeidad a un fantasma.
Menos mal que después lo pude abrazar de verdad y su olor y su perfume
reemplazaron al olor humedad que siempre había sido mi tío.”
El olor a humedad es una rareza
en la meseta patagónica. Nunca llueve. El viento levanta la tierra seca, la
transporta y la transforma en un polvo fino que todo lo cubre. Cuando me fui en
los noventa, me traje a Buenos Aires muchos de los libros que desenterró mi
familia. Unos cuantos son de poesía. El más inolvidable es una primera edición
de las Elegías de la piedra que canta, de Juan Carlos Bustriazo Ortiz. Recuerdo
que cuando lo rescaté de la lata en la que estuvo tantos años bajo tierra, lo
abrí y leí: te / estuve / yo / quemándome
/ en / tu / agua; así, una palabra por verso, centrado en la página. En ese
tiempo hacía mis primeros intentos con la escritura, era una adolescente, y ese
decir voluptuoso y fantasmal del poeta pampeano fue arrollador. Pasaba las
páginas y seguía leyendo: Tan huesolita
que te ibas / tan envidiada de qué sombras / la tierra ardía huesolita (…) Creo que esa lectura fue inaugural porque pude
entender la poesía de otro modo. No sólo porque esas palabras sobrevivieron al
horror y al entierro, sino porque esas escrituras tenían la contundencia que
sólo dan los grandes poetas. Pensé: lo que escriba tiene que acercarse a esto,
tiene que resistir la intemperie y reunir en una voz todas las voces, todas las
miradas, la memoria y el olvido.
Dice Giorgio Agamben que aquello
que lo perdido exige no es ser recordado o complacido, sino permanecer en
nosotros en tanto que olvidado, en tanto que perdido, y únicamente por esto,
inolvidable. Y que ese caos informe de lo olvidado nos acompaña como un golem
silencioso.
Con ese golem viajé a Puelches,
un pueblo pampeano en el que Bustriazo fue telegrafista, y en el que encontró
su amor, la Rosa Puelche. El libro que publiqué luego de ese viaje cierra el
ciclo de enterramientos y exhumaciones. Está dedicado a mi abuela Lucía, son
textos de duelo. Sus ojos murieron antes que ella, no los podía cerrar, y
tampoco podía ver. Ella se tocaba con las dos manos el rostro, la cabeza, los
hombros, la cadera, las piernas, buscando su límite:
Me estoy tocando/digo al aire/me estoy tocando/ a ver si
estoy/
Todavía no es la muerte/pero escucho/los golpes que pega
en la ropa
Así comienza Puelches, y así
terminaría para mí este largo camino de libros, si es que estas cosas tienen un
final. Creo que no. Al año siguiente viajé a Pisagua. Otro de los discos que se
escuchaban bajito en mi casa era la Cantata de Santa María de Iquique. Narra la
matanza de los obreros pampinos que protagonizaron huelgas contra la patronal
salitrera en el norte chileno. Pisagua es un sitio de memoria. Una caleta de
pescadores en medio del desierto. En Pisagua sucedieron tres ciclos de
enterramiento: los muertos de la Guerra del Pacífico, los muertos de las
huelgas del salitre, y los muertos de la dictadura de Pinochet. En los tres
procesos el elemento común es la indiferenciación. No hay quién. La
identificación y hallazgo de quienes fueron enterrados en Chile es lenta y
difícil. Es un territorio que pide amor y lucha. Pide poesía. Al arribar no se
puede no escribir, al irse uno no puede más que denunciar, hacer saber,
exhumar. En Pisagua tampoco llueve nunca. Dediqué mi libro a mis sobrevivientes
queridos, a mi tío exiliado. Termino esta nota con un poema de Pisagua, que de
algún modo intenta tocarnos, a ver si estamos, buscando un límite:
los
caídos en la guerra / los caídos en las huelgas del salitre / los caídos en las
dictaduras
la
paleontología confunde los estratos / de un palimpsesto solidario /
el saco
cae en cuerpo roto / poroso / compañero
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