Fue
el verano de 2018, que la poeta Silvia Castro decidió pasar sus vacaciones en
la ciudad de Iquique, viajando desde Buenos Aires, donde reside. Una de sus
rutas elegidas para (re)conocer la región fue el poblado de Pisagua, distante a
más de dos horas por tierra desde la capital de la región de Tarapacá. Ahí
encontró de golpe lo que había oído sobre la caleta de pescadores: el
mar es una cama elástica, una especie de cierre perimetral natural
contra la costa, un lugar estratégico, un pukará desde donde pocas y pocos
salieron con vida en distintos períodos políticos macabros en Chile. O
como escribe en el libro:
un
campo de concentración no es un lugar
es
todo lo que se puede morir estando vivo
todo
lo que se puede vivir estando muerto
Silvia
Castro (Río Negro, Argentina) también es fotógrafa, por eso registra su visita
tomando notas e instantáneas. Una vez de vuelta en Buenos Aires, tardó un mes
en terminar su libro “PISAGUA”, que publicó el 2019 en su país (La Gran
Nilson), y que hace unas semanas tiene su edición chilena gracias a la
tarapaqueña Editorial Navaja.
¿Relacionas
tu trabajo fotográfico con tu poesía? ¿Cómo se retroalimentan?
Jackson
Pollock solía afirmar que en arte “no se trata de ilustrar o representar cosas,
sino de expresarlas”, y en cada artista, cada fenómeno reclama su lenguaje. Mi
experiencia poética recurre alternativamente al soporte visual y al
lingüístico, de acuerdo con la demanda del acontecimiento. Por lo general
inicia de un modo fragmentario, que no atiende tanto al continuo como a la
irrupción. Parte de la urgencia ante la fugacidad: retener la mayor cantidad de
información genuina para luego trabajar en su expresión. La fotografía es útil
como registro cronológico y expresivo a un mismo tiempo. Sumando la toma de
notas, voy construyendo un corpus previo que a posteriori se traduce en obra:
puede ser un libro de poemas, un libro de fotografía, una muestra…
FURIA
REPRESIVA
Este
poemario está construido por un dialogo interno, un convencimiento que concluye
debido a que se rodea de hechos, y destila naturaleza, que en algo reconstruye,
cura heridas, pero que no se vuelve olvido. Tampoco insiste en retrotraer: las
pistas continúan en la escena del crimen.
para
cazar
agazapar
el ojo en la lejanía
el
animal no debe detenerse
toda
presa aspira a la invisibilidad
responde
a cada fuego su pregunta caprichosa
todo
preso aspira a la invisibilidad
en
el paredón no hay presas ni presos
no
hay cacería en la matanza
la
ropa de los muertos se cuelga sin agua
sin
sudor
¿Cómo
fue encontrarte con el poblado de Pisagua y su historia?
Fui
desde Iquique, por la ruta que remonta el cerro y pasa por Alto Hospicio, con
una escala en la oficina salitrera Humberstone. A medida que fui acercándome a
Pisagua, el camino se volvió más difícil, con desmoronamientos en el tramo en
el que comienza a verse el Pacífico y se desciende por curvas y contracurvas
hasta el poblado. Saqué muchas fotos desde la ventanilla del auto, sin detener
la marcha, para no invadir el lugar y lo que pudiera expresar.
Era
el Año Nuevo de 2018. Al llegar, lo primero que vi fue una fiesta: dos familias
celebrando, globos, guirnaldas, niños y niñas en una pileta de lona o saltando
en una cama elástica. Dejando ese universo festivo atrás, el paisaje cambió
rotundamente: Pisagua, una caleta de agua turquesa rodeada por cerros
altísimos, pendientes lisas y centenares de kilómetros de desierto, es una
cárcel natural. Se despliegan tumbas de madera torneada a lo largo de sus
playas, que desde lejos parecen alguna clase de tipografía misteriosa sobre la
arena, y desde cerca, cunas de bebés.
La
Torre Reloj de Pisagua, construida en honor a los muertos de la Guerra del
Pacífico, aloja sus restos en un osario a sus pies. Son el primer estrato.
Luego se sumarían dos más, a lo largo del siglo XX. Colonia penal desde 1910,
fue lugar de concentración de militantes perseguidos por la Ley de Defensa de
la Democracia o Ley Maldita. La cárcel de Pisagua y barracas cercanas, ahora
sin techo, fueron escenario de la furia represiva de la dictadura militar de
Pinochet.
Actualmente
sólo quedan en las barracas algunos murales, grafitis, una lengua de mar que
entra y sale, y bandadas de jotes y cóndores que secan sus alas al sol. Uno de
ellos se me quedó mirando un rato largo, hasta que por fin desplegó sus alas
confiado, mientras le sacaba fotos. Ese momento singular e intenso fue decisivo
en la génesis de mi libro.
¿Cómo
surge plasmar poéticamente Pisagua?
Todo
comenzó con un puñado de notas de viaje en mi celular que fueron
transformándose en poemas, en diez días de frenesí poético. Pisagua fue
escrito escuchando, traduciendo el sentido de algunos dictados (muchos en modo
imperativo), algunos elementos arbitrarios que aparecían sin que pudiera
reconocerse su origen: como el vino, por ejemplo. ¿Quién podría pensar en vino
en un sitio tan infértil? Varios poemas remiten a la vendimia, al racimo, a la
botella estibada, a la bodega. Una posible clave sucedió a posteriori (ya en
los días de consultar algunas fuentes para desentrañar estas voces), al
enterarme de una forma de tortura creada en este campo de concentración. Se
llamaba “la alfombra roja”, y consistía en acostar a los presos boca abajo, uno
junto al otro, para que una compañía de soldados corriera sobre ellos.
En
los poemas las voces de opresores y oprimidos se yuxtaponen, por momentos se
introduce un tono más cercano a la crónica, y buena parte de lo escrito parece
surgir de la premura con la que se registra lo soñado.
¿Cómo
ves el estado actual de la poesía argentina? ¿Qué autores/as llaman tu
atención?
Nombro
algunos y algunas poetas que llaman mi atención, por distintos motivos: Liliana
Ancalao, poeta mapuche que vive en Comodoro Rivadavia, Patagonia Argentina,
cuya poética puede leerse también en mapudungun. Franco Rivero, poeta
correntino, construye una poesía en el filo del lenguaje, entre el español y el
guaraní. Leer a Laura García del Castaño, poeta cordobesa, es adentrarse en un
paisaje onírico y de fascinante oscuridad, en donde el lenguaje explora los
límites de un mundo perturbador. Luis Tedesco nació en Buenos Aires y construyó
su notable obra poética rondando el hablar mestizo y la gauchesca, con una
gran apuesta experimental.
La
poesía argentina se distingue por su variedad. Hubo una fuerte promoción de la
generación de los años ‘90 en su momento, y hoy algunos poetas siguen los
preceptos de aquella década, otros se ubican en las antípodas, vuelven a las
formas fijas o reivindican otra idea de la lírica. Otros sencillamente optan
por ignorar el campo y escribir al margen de su influencia, lo cual da lugar a
una riqueza alejada de todo mandato. Una revisión de la poesía argentina
debería atender a tres variables que juegan un rol importante en el campo
literario: la variable de clase, la territorial y la étnica. La crítica suele
pasar por alto o lisa y llanamente desconoce la robusta y bellísima producción
de poetas que no viven en los grandes centros urbanos, no son descendientes de
europeos y no gozan de la seguridad económica de la pertenencia a la clase
media. Argentina siempre hizo una diferencia con su educación pública en la
calidad de vida cultural de su pueblo, pero a partir de la instalación de
políticas neoliberales en nuestro país, el acceso a los bienes culturales fue
haciéndose más y más difícil. Simultáneamente, hubo un salto cuantitativo en la
producción y edición independiente, fuera de las grandes casas editoras,
generándose un fenómeno de autores-editores: no autoedición, sino poetas y
colectivos de autores que abordaron la edición como práctica artística.
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