Consideraciones sobre la isla en la novela de Bioy
Casares
Desde la Odisea, pasando
por La tempestad de Shakespeare, Robinson Crusoe de
Daniel Defoe, Los viajes de Gulliver de Swift, La isla
misteriosa de Verne, o La isla del doctor Moreau de
H. G. Wells -por mencionar apenas unos pocos ejemplos literarios-, las
islas son ámbitos para la revisión y redefinición del concepto de realidad. Los
náufragos y viajeros que llegan a ellas se ven obligados a reconstruir sus
relaciones con el mundo y a revisar o recrear los rudimentos de la cultura de
tierra firme. Como diría Deleuze, “ya no es la isla la que se separa
del continente sino el hombre el que se encuentra separado del mundo al estar
en la isla”.
En La invención de Morel, su
protagonista se fuga a una isla de ubicación incierta y ahí encuentra a un
grupo de veraneantes. Luego de notar que es invisible para ellos, descubre tiempo
después una realidad más atroz: todo lo que lo rodea son imágenes
tridimensionales proyectadas por una máquina. Morel, uno de los desconocidos,
la ha fabricado con el propósito de repetir las imágenes de quienes que están
en la isla, para así eternizar a su lado a su amada Faustine. El prófugo no
sólo escribe el testimonio de su descubrimiento, sino que cae en la cuenta de
que la única salida para ser uno más en la isla es morir, puesto que todos los
que habían sido fotografiados, fallecen. De ese modo, él logra también su
inmortalidad.
Según Jacques Derrida, la posibilidad de
decir yo, en una cierta lengua, está ligada a la posibilidad de escribir en
general. El protagonista se constituye tal en tanto lleva, en una isla remota,
el registro de su propia experiencia en un cuaderno de apuntes, registro que
será también parte del ilusorio mundo de proyecciones. “Hay acontecimientos que consisten en decir yo. Pero eso no quiere
decir que el yo como tal exista o sea alguna vez percibido como presente allí.
¿Quién encontró alguna vez un yo? El fantasma identitario nace de esta
inexistencia del yo. Si el yo existiese no lo buscaríamos, no escribiríamos. Si
alguien llegase a identificar esta identidad de manera certera, naturalmente no
escribiría más, no viviría más.
Asistimos entonces al errar de ese ser,
separado del mundo, en busca del ser y lo hacemos a través de la escritura. El
encuentro certero con la identidad, en la experiencia del personaje, es el
momento del fin de su escritura, y también de su vida. ¿Pero por qué sería
necesaria la geografía insular para el éxito de esta operación?
La eternidad de una isla es su propia
orilla. Partiendo de cualquier punto de ésta, puede recorrerse toda la
extensión de la costa hasta volver al inicio, tantas veces como la voluntad o
el destino dispongan. El límite de una isla puede ser abordado desde variados
puntos de vista, pero a diferencia de otros territorios, se manifiestan en las
islas una topología y una temporalidad complejas. Es en la frontera con el agua
que se hace patente el límite: en una isla el único modo de ir sin obstáculos
hacia adelante es bordeando la costa, describiendo círculos indefinidamente.
Así como la vastedad del océano nos pone frente a frente con lo inconmensurable,
de la orilla hacia adentro, la eterna rotación del disco insular nos pone
frente a frente con lo humano como patrón de percepción. Así, el carácter del
tiempo y del espacio se vuelven sólo convenciones útiles para ordenar la vida,
establecer límites y, de ese modo, clasificar y registrar consciente o
inconscientemente los hechos en la memoria. Podemos ilustrar esto con palabras
del protagonista:
“¿No
debe llamarse vida lo
que puede estar latente en un disco, lo que se revela si funciona la máquina
del fonógrafo, si yo muevo la llave? ¿Insistiré en que todas las vidas,
como los mandarines chinos, dependen de botones que seres desconocidos pueden
apretar? Y ustedes mismos, ¡cuántas veces habrán interrogado el
destino de los hombres, habrán movido las viejas preguntas: ¿Adónde vamos? ¿En
dónde yacemos, como en un disco músicas inauditas, hasta que Dios nos manda
nacer? ¿No perciben un paralelismo entre el destino de los hombres y de
las imágenes?” (B.
Casares, A. La invención de Morel. Booket, 2006.)
Al notar la dificultad para concebir un
mundo sin tiempo ni espacio, el náufrago percibe la construcción de la isla a
través de lo imaginario, esto es, que este universo que trae la sensación de
seguridad es tan ficticio como las imágenes de una grabación, aunque ambos se presentan
tan reales a nuestros sentidos que lo son en definitiva. Como lo resume el
protagonista: “El hecho de que no podamos
comprender nuestra vida fuera del tiempo y del espacio tal vez está sugiriendo
que nuestra vida no es apreciablemente distinta de la sobrevivencia a obtenerse
con ese aparato” (B. Casares. La invención de Morel. p. 123), o sea, somos imágenes, el mundo es una
fábrica de voluntades, y el arte se apropia exactamente de esas irrealidades
visibles para hacernos recordar cuán náufrago es el ser humano en sus islotes
de percepción.
El hombre no puede habitar una isla sino olvidando que el agua
inevitablemente la cubrirá. La transparencia alberga animales en diversos
estados de supervivencia. El líquido sostiene seres en decreciente densidad
ontológica. El olvido, también. El océano es la figura de lo que se pierde,
aquello que abandona la isla de lo recordado y gira en el maelström, en
el remolino en el que periódicamente lo sucedido volverá a tomar lugar en la
sucesión. Sólo la muerte interrumpe este devenir, la muerte u oleaje bajo el
cual ondulan los habitantes de la isla de La invención de Morel.
Podemos decir, con Giorgio Agamben, que “a cada instante, la medida
del olvido y de la ruina, el derroche ontológico que llevamos con nosotros,
excede en mucho la piedad de nuestros recuerdos y de nuestra conciencia. Pero
este caos informe de lo olvidado, que nos acompaña como un golem silencioso, no
es inerte ni es ineficaz. (...) Aquello que lo perdido exige no es ser
recordado o complacido, sino permanecer en nosotros en tanto que olvidado, en
tanto que perdido, y únicamente por esto, inolvidable."
Las máquinas que proyectan vida humana
en la isla de Bioy funcionan con la fuerza de las mareas. Ellas garantizan el
funcionamiento cíclico del disco. Dos soles y dos lunas complejizan y tornan
más imprevisible el dispositivo de reposición del ciclo eterno. Incluso, según
el protagonista, si la isla se hundiera completamente, resguardando los
proyectores del ingreso de líquido, la isla y todos los que en ella danzan,
conversan, discuten, se enamoran, se corresponden, o no, continuarían viéndose.
Y así sigue sucediendo en cada nueva
lectura de La invención de Morel. El
dispositivo literario atrapa y expulsa al lector del engranaje narrativo, con
atisbos de realidad que a un tiempo crean certeza e incertidumbre. No se puede
precisar en qué nivel del olvido se está nadando, cuán sólido es lo que se
desvanece en el aire, y si los besos no dados ni recibidos el día anterior
serán igual de intensos al día siguiente. Sí es seguro que el narrador testigo
y el lector comparten el punto de vista y la experiencia de la inmersión. Todos
fuimos seres de la inmersión total, antes del nacimiento.
La inmersión es el diluvio primigenio,
aquel que no tuvo anterioridad. El parto trae la primera experiencia insular:
la cabeza aflora del seno materno y el líquido amniótico abandona el interior,
para derramarse y producir el reflejo inicial: nuestro recién nacido por
primera vez duplicado. El riesgo de muerte ha sido inaugurado, y se prolongará
hasta la Muerte misma, en la vida misma.
Se prolongará en diluvios. La idea del
agua que todo lo cubre está presente en buena parte de las mitologías: muerte
universal para el reinicio universal. Y el primer atisbo de vida,
periódicamente, será una nueva isla -un nuevo monte Sinaí-, hasta el próximo
ciclo de anegamiento.
(…)
“Uno
y el Universo”, libro de ensayo publicado en 1945 por Ernesto Sábato, y
premiado por un jurado reconocido, compuesto entre otros por Bioy Casares, trata
principalmente sobre los hechos políticos y filosóficos heredados del siglo
anterior y cómo repercutían en la actualidad de entonces. El libro está
dividido en distintos artículos ordenados alfabéticamente. Uno de ellos se
refiere al “Eternorretornógrafo”: “Este
notable aparato ha sido inventado por el señor Morel, quien ha sido inventado
por Bioy Casares. Pero si los fantasmas no tienen la menor reminiscencia de sus
ciclos anteriores y si ignoran la existencia de un mundo exterior al de ellos,
¿tiene algún sentido decir que son seres fantasmales? Viven, comen, se enamoran,
juegan al tenis, mueren; ¿no es una vida como cualquier otra? Nosotros, que
vemos el espectáculo, afirmamos que es un mundo fantasmal, un
eternorretornograma y creemos que el nuestro es el verdadero. Por el contrario,
la verificación de un espectáculo de esa naturaleza creo que debería hacernos
dudar de la realidad de nuestro propio universo. Si Morel ha encontrado el
procedimiento para crear un mundo que se repite sin cesar, ¿no es posible que
el propio Morel, sus fantasmas, el evadido, Bioy Casares y todos nosotros
estemos repitiendo algún eternorretornograma de algún Gran Morel? (Ernesto
Sábato. Uno y el Universo. Sudamericana, 1970)
Los seres que ignoran la existencia de
un mundo exterior al de ellos son de naturaleza insular. Somos islas de
percepción, cada uno, y como humanidad. Es una conclusión o una lectura posible
de esta novela que habilita y amerita múltiples claves de lectura. Cada tiempo
tiene su forma de experimentar y también de alegorizar esta visión insular, que
se manifiesta también de modos diferentes a lo largo de las épocas. En nuestra
hipermodernidad, muchas décadas después de la aparición de “Uno y el universo”,
Jean Baudrillard volverá sobre la idea del mundo fantasmal: “Es contra este
mundo que ha llegado a ser enteramente operacional que la negación y la
desaprobación de la realidad se desarrollan realmente. Si el mundo ha de ser
tomado como totalidad, debe ser rechazado como totalidad, de la manera en que
el cuerpo rechaza un elemento extranjero. No hay otra solución. Gracias a una
forma del instinto, a una reacción vital podemos alzarnos contra esta inmersión
en un mundo perfeccionado, en el “Reino del Cielo” donde la vida real se
sacrifica a la hiper realización de todas estas posibilidades, a su
funcionamiento máximo de la misma forma que la especie humana se sacrifica a su
perfección genética. Nuestra reacción negativa resulta de nuestra
hipersensibilidad a las condiciones ideales de la vida que se nos ofrecen. Esta
realidad perfecta, a la cual estamos sacrificando cada ilusión, es, por
supuesto, una realidad fantasma. Pertenece a otro mundo. Si la realidad y la
verdad fueran sujetadas a un detector de mentiras, confesarían que no creen en
esta realidad perfecta. La realidad ha desaparecido,
pero estamos sufriendo como si todavía existiera. (Baudrillard, Jean. El
pacto de lucidez o la inteligencia del Mal. Amorrortu, 2008) Somos como
Ahab en Moby Dick: “Si siento el dolor en
mi pierna, aunque ya no exista, qué puede asegurarme que usted no sufrirá de
los tormentos del infierno incluso después su muerte?”
El
sobreregistro de lo real, su captura constante a través de cámaras, celulares y
demás dispositivos a niveles de creciente exhaustividad, así como el afán de
experimentarlo todo desde la quietud narcisística en la cual nos aislamos con
esos dispositivos, la comodidad de relacionarse a gran escala a través de las
redes sociales con miles de personas, suman a una nueva experiencia de lo
insular, lo fragmentario, lo separado de sí. Podemos concluir, con Baudrillard,
que: “Lo que se aplica a lo real se
aplica a lo social: un día todo será social, todo será real pero no estaremos
allí más. Estaremos en otra parte. Todo será social y disociado. Las vidas
dobles, los mundos paralelos serán nuestro sino negativo y feliz. Nos liberarán
de la presión de lo real. ¿No están todas las funciones - el cuerpo, lo real,
el sexo, la muerte - destinadas a sobrevivir como mundos paralelos, como
particularidades autónomas, disociadas totalmente del mundo dominante?”
(Baudrillard, J. El pacto de lucidez o la inteligencia del Mal)
El
historietista porteño Miguel Rep retrata este estado de cosas de la siguiente
manera: una humanidad constituida por islas desiertas, en las cuales puede
verse la clásica palmera, bajo la cual un único habitante navega en internet sentado
en la arena con una notebook apoyada en su regazo. Corona esta escena la
leyenda “todos en nuestras islas desiertas arrojando facebook al mar”
El momento
más duro de un duelo es el recuerdo constante de lo que nunca fue. Faustine
debe ser olvidada como si hubiera sido nuestra. El fin del duelo es el olvido
de lo que nunca sucedió. Recuerdos que no nos necesitan. En la máquina están,
acumuladas, nuestras huellas, caminan detrás de nosotros como un golem. Existe
todo el tiempo, detrás, un Viejo Mundo que nos precede, en su arena caemos, paso
a paso.
Bibliografía
Agamben,
Giorgio. Profanaciones. Adriana Hidalgo, 2005.
Baudrillard, Jean. El pacto de lucidez o la
inteligencia del Mal. Amorrortu, 2008.
Bioy
Casares, Adolfo. La invención de Morel. Booket, 2006.
Deleuze,
Gilles. La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas.
(1953-1974). Pretextos, 2005
Sábato,
Ernesto. Uno y el Universo. Sudamericana, 1970
Safaa
Fathy. D'ailleurs Derrida -Por otra parte, Derrida- (largometraje
documental), 1999.
2 comentarios:
Silvia, me atrapó este ensayo sobre la novela de Bioy, es de tu autoría?... estoy trabajando con mis alumnos dos novelas de Bioy: una, "La invención..." y la otra, "Diario de la guerra del cerdo". Compartiré con ellos este texto de tu blog. Sólo, si podes, me confirmas la autoría, soy de las profesoras de literatura que le gusta citar las fuentes. Cariños. Te sigo en Face.
Gracias por tu comentario, María. Es una ponencia que dí hace unos días en las Jornadas Nacionales Bioy Casares (ver entrada siguiente), de mi autoría, por supuesto. Saludos para vos y tus alumnos y sigan disfrutando a Bioy
Silvia
Publicar un comentario