Por Cintia Ubeda
“A la poesía solo la leen los poetas”, dicen algunos. Poetas que leen como poetas y escriben como poetas porque son poetas. Entonces pienso en mi manera de leer poesía, tirada en la cama, en la sala de docentes de la escuela, en el aula junto a lxs chicxs, y respiro. Respiro aliviada al reconocerme, aún, un poco inocente, un poco despojada de mis propias letras y de las teorías que hacen a la profesión. No puedo negar que hay muchas lecturas detrás de “mi lectura”, pero me siento afortunada de reconocer en mí aquel impulso, aquel sentimiento que fue el motor hace veintiséis años atrás cuando comencé a leer poesía. Leer, hoy, como a los doce años, como buscándome: yo, una biblioteca pública y mis manos paseando por los estantes hasta encontrar escritas sobre un lomo palabras que me convoquen, como hechizo, como un imán. Entonces, respiro aliviada.
Por eso, hablar de mi lectura de Puelches es más que hablar de un tomar el libro de Silvia Castro y sentarme a leer, porque leer de la manera que me gusta leer es, para mí algo, más que una práctica intelectual de esas que aprendí en la academia. Leer es un gesto de mi intimidad que se inscribe dentro de un tiempo mío y una historia propia que a su vez dialoga y forma parte de un tiempo nuestro y de una historia colectiva.
Hechas estas salvedades, puedo hablar de la lectura de Puelches, de Silvia Castro, como una lectura muy íntima que no empieza la mañana lluviosa que Diego Salinas puso el libro en mis manos. Tampoco comienza el día que recibí su llamado para que comentara uno de los libros editados por La Tejedora (“¡que sea poesía!”, pensé mientras me hablaba, “que sea el de Silvia!”). Es que las ganas de leer Puelches me nacieron un mes antes de que Diego me convocara, el día que lo vi en una foto que compartió en las redes sociales Liliana Campazzo (poeta viedmense), junto a otro montón de libros. Muchos libros, pero yo sólo lo vi a él.
El día que Diego me lo entregó en la oficina era una mañana de lluvia y yo llevaba un paraguas violeta, tan violeta como Puelches, tan violeta como la mochila que también llevaba aquel martes gris. Y así me fui, caminando y leyendo bajo la lluvia. Una mujer de paraguas violeta, con mochila violeta, leyendo un libro violeta mientras camina sobre los charcos… Pensé por un instante que la imagen debía verse algo cursi, pero otra vez el imán y esas tremendas ganas de leerlo y saber por qué lo estaba buscando.
Comencé leyendo el libro de Silvia en las últimas páginas, y entonces lo supe: “la que se estuvo muriendo toda la vida/ limpia lo que nadie se atrevió a ensuciar”. Esa era yo, aquella que nació muriendo un 27 de junio, aquella con vocación de difunta. Como un hechizo, como un imán, Puelches me corrió el velo.
Silvia Castro escribe Puelches, pero soy yo quien lee una y otra vez, y se descubre en sus versos, en la posibilidad infinita que tienen las palabras para decir. Puelches es esa parte de la Viedma de mi infancia, un lugar sin estaciones, un pueblo fantasma, suspendido en un tiempo ajeno a relojes y calendarios. Pero en Puelches también está mi ahora, este presente íntimo que me corre por dentro, ese ir y venir de mis pensamientos, esas palabras que se cosen en el dobladillo para guardarlas y no perderlas por el suelo.
Silvia me regala, sin saberlo, la posibilidad de sentir sus versos como míos, como cuando tenía doce años y robaba las letras de Oliverio o Alejandra para escribirlas en el techo de mi cuarto o en el cuaderno donde anotaba los versos como mantras, como hechizos. En Puelches hay existencia misma, hay miedos de mujer, hay pausa, contemplación y temor al olvido (“como los peces/ sólo recuerdo/ la mitad de lo que vi […] una línea de tiza/ alrededor de la memoria”). Hay un oficio de coser para que no se caigan los recuerdos, para darle forma a lo vivido, para que los cuerpos y la experiencia no se desvanezcan sobre el asfalto: “el tiempo pasa por el caucho/ borrando huellas…”.
Leo los versos de Silvia y me pienso en ese oficio de costurera, me veo trabajando día y noche con una máquina de coser la vida (“los día contados/ como puntos”), donde el tiempo no toma la forma de calendarios y relojes, donde los ciclos se miden en puntadas. Un espacio donde la experiencia y el presente solo existen en el momento del acto (“el día queda largo/ se pisa al caminar […] La tierra se abre sólo/ si le damos cuerda”) y el destino no existe más allá de los pasos que sólo nos llevan a seguir caminando (“el camino desemboca/ en el camino”).
Silvia Castro logra hacer de Puelches un libro suave, nostálgico, envuelto en bruma, en misterio, un libro muy de mujer de esencia de ciclos femeninos que corren como el río, de búsqueda, de ausencias (“las mujeres cosen/ las formas del hombre/ que cuelgan de la ropa”). Leí Puelche como suelo leer los libros que me enamoran, en la cola del supermercado, en el banco, en la sala de espera de un consultorio, a orillas del río mientras lxs hijxs juegan. Fue y vino durante días en la mochila violeta y terminó como todos los libros que me gustan: con versos marcados, con hojas ajadas, leído, bien leído. Silvia Castro comienza su libro con estos versos que yo elijo para terminar esta lectura: “me estoy tocando/ digo al aire/ me estoy tocando /a ver si estoy”, y yo estoy, estoy en todo Puelches, en cada verso, en las palabras que me van tocando para confirmar que estoy, en lo que Silvia elije decir y en sus silencios. Como un mantra, como un hechizo, Puelches corre el velo.
(Texto de la presentación de Puelches en Viedma)
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