Reseña de Sonia Scarabelli
Sobre la página en blanco escribe la luz. Pequeños animales, camellos, gatitos, la evocación de un pájaro. Mágicas flores de maceta, una bicicleta, una mesa tendida simplemente: lámpara, vaso, una botella. Flores que se van propagando como sobre un campo, sugerencia de ropa tendida, un árbol, y hasta una extraña torsión de dientes, de risa de caricatura o pesadilla. Sombras chinescas en viaje hacia un mundo de hormigas. El poeta es la hormiga, su letra pequeña marcha en fila sobre el verso breve. Se va iluminando, va secreteando, camina sobre el poema como sobre el filo de una hoja fibrosa y curva, la memoria se abre, echa su propia luz.
Y es que, en este bello libro “el olor de las hormigas”, una y otro, la fotógrafa Silvia Castro y el poeta Yamil Dora, escriben desde la luz con una tinta de sombras que se mueven como en sueños. Las de Silvia son sombras claras, sombras iluminadas entre colores —lilas, suaves malvas, verdes secos— que, si de algún lado vienen, será del amarillo y de ese repentino azul que pasa saludando: la tapa del cuadernito, el cielo del poeta que camina al lado de esas sombras claras.
Las sombras de Silvia se estiran mucho y el cuaderno se agranda como el día y ahí, se pensaría que puede entrar el poeta entero. Que las sombras son largas y él es chiquito, como cuando juega en el patio a ser tenista o va solo en el asiento de atrás del Torino: “tengo seis años / voy solo / en el asiento de atrás / el Torino / no tiene aire/ no tiene frenos /los carteles pasan /suena Alberto Castillo / y hace calor / nos acercamos al mar / es enero” .
Y se diría que esas sombras, las del bestiario encantador, las de la mesita con su vaso y su botella, la de las flores y el cielo como una cinta azul, las que Silvia Castro escribe y reescribe sobre la página en blanco con pura luz solar —fotografía del lado secreto de las cosas, camellito otra vez, campo de flores, ¿mariposas?— lo acompañan a él con sus hormigas muertas y sus pájaros de ojos brillantes, y su solos muertos, los de su vida, y esas muertes pequeñas, intermitentes, que sobrevienen de la ausencia, entre un día y otro, entre una cosa y otra, de los seres que amamos.
Pero los muertos con los que Yamil Dora conversa secreteando a medida que los poemas se despliegan en zigzag de hormiga por las páginas del sol y del cuaderno azul, no tienen sombras largas de esas que asustan, de esas que se enojan con la muerte. En sus sombras discretas, de patios y cocinas y habitaciones, hay una frescura de bosque, de río, de bar abierto, de esos lugares que el poeta busca para estar solo.
Las fotos no ilustran, cantan y dan casa. Los poemas cantan también, con una voz que se diría casi para adentro, como perfumada por lo que recuerda. Suturan además, y celebran el misterio del reconocimiento, del amor como un cruce sorprendente. Y por eso quizás, casi siempre terminan hablándole a un otro, a una otra: “me acuerdo de tu pollera / del sol que se abría / de la ruta al costado”; o “naciste un primero de Julio / y en Rosario llovía / te puse el babero verde / te cortaron el pelo / te dormiste conmigo”, o como en el poema de Helena: “pero vos sos Helena / alta y flaquita / como una galga marrón / como Helena de Troya”.
Los poemas se tejen entre sí en conversaciones silenciosas y, desde allí, hablan como ensimismados con las imágenes, las sombras luminosas, las formas siempre esquivas del pasado que punzan por momentos y por momentos se esfuman de un golpe en el aire. Yamil Dora deja andar las palabras suavemente, sin levantar la voz, y todo lo nombrado vuelve listo para desmoronarse en sus colores, listo para volver a pintarse en listones de sol sobre la página trabajada por la luz de las fotos de Silvia Castro, listo para volver a escribirse y reescribirse en letras minúsculas, olores cotidianos, magia de todo lo que vive, cuerpitos de hormiga.
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